viernes, 16 de enero de 2009

CUENTO DE LEONARDO CASTILLO

Cuento para El Nuevo Año

Según aquella viejísima leyenda, durante los veranos, bajaba de la montaña el anciano que traía “el frío dulce”.
Ese hombre descendía, según los mayores, con un milagro de hielo molido y frutas del bosque para todos los niños del pequeño pueblo, y cuando se dice para todos los niños, es porque muchos no tienen lo que necesitan o desean, ya que la vida tan apurada y distraída no se fija en ciertas cosas.
Él no lo ignoraba y llevaba lo mejor que tenía para reunir a su alrededor a esa bandada ansiosa y bullanguera.
Los pequeños aguardaban el inicio de los días más largos donde crecía para ellos una increíble ceremonia de bailes y cantos, un verano de colores fríos y transparentes, porque el visitante sabía trabajar el hielo que dejaba el viento “del soy para todos”, el rocío de la nube “estoy donde hago falta”, y la fiesta de la brisa del norte “con los duendes de todos los colores”.
Los mayores miraban curiosos y asombrados aquella presencia infaltable en los días del sol más perdurable hasta que después de muchas, muchas visitas, se atrevieron a preguntarle por aquel milagro. Querían saber si no habría para ellos otro milagro de trabajo, que casi no había, o milagro de medicina, o de leche, o de pan.
El anciano pensó en aquella gente, en sus dificultades, en los días malos que soportaron y que parecían no terminar. Recorrió con su memoria otros pueblos, otras gentes preocupadas por lo mismo y al fin dijo: “Ustedes hablan de un milagro, pero yo no conozco ningún milagro. No sé qué rostro tenga, ni con qué mano trae las cosas. Lo que hago es simple: subo a la última altura y tomo lo necesario del “soy para todos”, de aquel “estoy donde hago falta”; y que por eso podía bajar con “los duendes de todos los colores”, y que ellos podían hacer lo mismo, inventando el camino que jamás haría por otros, ni alcalde ni rey alguno.
Las mujeres y los hombres entendieron, y así lo hicieron. No fue fácil, pero poco a poco, se vio cómo aquella aldea se transformaba. Mejoraron las noches y los días con los que hicieron otra vida. Hasta pudieron plantar un paisaje, y la escuela que nunca habían tenido. Todo cambió, y las gentes de otras partes, llegaban para ver el milagro de la aldea, preguntando qué clase de magia los había asistido.
Los habitantes señalaban a la montaña donde apenas se veía un estrecho muy empinado, que se perdía en las alturas.
Es cierto, la vida cambió, salvo la visita del anciano al comenzar los veranos. Llegaba, como siempre, con sus heladas cascadas de sabor y colores derramándola en las callejuelas de la aldea y alrededor de la fuente, allí donde toda la familia reunida eran un baile y un solo canto.

Leonardo Castillo
1994
Publicado en las tarjetas de Ghelco, en la que Castillo trabajaba como vendedor de productos para heladeros.

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