martes, 13 de diciembre de 2011

ORACIÓN PARA EL HOMBREADOR DE BOLSAS

Érase que fue un caballero de capa y espalda.
Se deshacía en los galpones
estibando las cosechas y las borracheras.
Érase que fue un caballero de capa y espalda
redondeando en sus hombros toneladas de trigo nuevo.
Solía brillar al sol como un poste ensangrentado
y de aquel sudor
podían beber los caballos del mundo.

Andaba de alpargata abierta en el empeine
y se embanderaba la cabeza con gorras azules,
siempre viejas.
Era fuerte como el que ha crecido enseñado por el viento,
la cintura hecha con mimbre del arroyo,
pariente cercano del atraso en el salario.
No creía en el voto,
ni en dios,
ni nunca terminó de conocer la propia ternura
de sus huesos.
Con el vino se marchaba
dejando un apodo vivo y corcoveante.
De largo pasaron por la puerta de su rancho
Gaspar, Melchor y Baltasar llevando para otros
oficios y centellas de juguete, por eso,
nadie como él,
insultó tan de cerca el reparto en lo terrestre.
Érase que fue un caballero
de capa y espalda,
alto y ancho como un puente,
y como a un puente nunca bendecido
alguien lo cruzó a contrapunta de la historia.
Alguien aprendió a robarle.
Alguien,
sin meter la mano en sus bolsillos.
Alguien:
el dueño de las sombras y las puertas.
Lo retorcieron como a un trapo,
le sacaron el jugo y los colores
y finalmente lo tendieron en la hierba
para que lo tragara el aire.

De aquel caballero,
nuestro caballero de hazañas y de asombro,
ya no queda nada,
apenas una sombra girando inútilmente
los días y los años;
sólo un charco de sudor,
un espejo donde a veces
vienen a beber todas las fatigas del mundo.

Sus amigos aún lo ven cayendo de la estiba.
La espalda rota,
la capa saliendo por los ojos
con su escarcha roja. Y nada más.

La sociedad, nuestra forma tediosa de reunirnos,
tan occidental como cualquiera,
tampoco en este caso ha dicho nada;
pero le cuestiona el vino,
el coraje,
su mirada dura en esa muerte
y aquellas gorras azules, siempre viejas.


LEONARDO CASTILLO
15 de diciembre de 2006-2011
5º Aniversario

lunes, 12 de diciembre de 2011

EL EVANGELIO SEGÚN LA NONA

Navidades y día de la madre la reunión familiar era en el campo, en la chacra donde vivía la nona y también míos tíos y mi primo Ángel. Nosotros antes también vivíamos en el campo pero nos habíamos mudado al pueblo porque mis padres querían que mi hermana pudiera ir al secundario. Para el 25 era un ritual para mí muy esperado, disfrutado, feliz, ir a la casa de la Nona. Mi padre nos sacaba tempranito y llegábamos a la chacra antes de las diez. Mi tío Ñeco hacía ya unas cuatro horas que había puesto el cordero al asador, que era, año tras año, el clásico anual de los 25 de diciembre. El Tío Ñeco ponía el cordero y los demás el resto de las cosas, a saber: mayonesas, infaltables, fiambres para la entrada, lechón frío, ensaladas de papa y huevo. Con los fiambres ya había una entretenida competencia porque éramos muchos para navidad: no menos de cincuenta. Eran mis cuatro tías y tíos por parte de padre, las hijas casadas de mi tío Ñeco, mis primos, varios, el Nene del tío Ricardo que a su vez venía con toda la familia de Buenos Aires, mi Tía Negra con el marido Pepe que venían de San Nicolás. La chacra se poblaba de gente, autos, comidas y mucha bebida. Decía de los fiambres y la competencia. Los que venían de un pueblo cercano que se llama gobernador castro alardeaban con que los mejores salamines eran de ahí, facturados por un gallego de apellido Pedra que, pues que no hay con qué darle. Mi primo mayor, que todos los años liquidaba un capón de 300 y picos de kilos saltaba con que los condimentos del gallego Pedra dejaban a los chorizos muy fuertes, repunantes –decía mi primo- porque le pone mucha nuez moscada. Las discusiones iban y venían y el tono si bien a veces era un poco alto, nunca resultó ofensivo ni agraviante y además los debates chorisescos se matizaban con reiterados viajes al tacho de 200 litros, partido, dividido en dos, que oficiaba de antecesor del freezer, claro sin luz eléctrica, que no había entonces en aquella colonia rural. Esos medio tanques contenían barras de hielo que se encargaban con anticipación en el negocio de Badino, en el pueblo, y entre medio de las barras de hielo volúmenes navegables de alcoholes varios en hermosas botellas y variantes: sidras, cervezas, vinos blancos, dulces y moscatos, algún mistela fanfarroneado por el nene del tío Ricardo, tintos de diverso origen, pero todos de batalla, ninguno de alto costo, nadie se jactaba de sabedor de vinos. Sólo bebían con placer y devoción.
La casa, una vieja construcción bastante vencida por el tiempo, era un enorme templo de paredes altas, tejuelas y tirantes ahumados y arañosos, piso de tierra en toda la casa, el baño allá atrás, lejos. Un corredor enorme en el frente que era donde se almorzaba; ahí se ponían esas mesas largas, de madera buena que había en el campo y se completaba con tablones sobre caballetes, todo cubierto con hules de flores y agujeros varios y donde no alcanzaba el hule le ponían papel de manteca. La punta de aquel lado se reservaba para mi tío Ñeco, que no tenía ni cerca vocación de liderazgo ni presunción de autoridad mayor. La ubicación de él allí obedecía a principios prácticos: Desde esa punta le quedaba más cerca el asador y la mesa chica donde se cortaba el cordero que –con perdones y disculpas a los impresionables y vegetarianos- era una verdadera exquisitez, un manjar que cada año alimentaba y complacía a una buena parte de aquella mi familia de origen italiano, gritona y exagerada, sencilla y pobre, que se reunía en navidad simplemente con el único y maravillo objeto de encontrarse, de encontrarnos. En la otra punta de la mesa se turnaban dos sillas mi Tía Marieta y mi madre; porque ese lugar estaba cerca de la entrada a la cocina, que era el lugar de abastecimiento de cubiertos, ensaladas, mayonesas, y todo cualquier otro elemento necesario para que a nadie le faltara nada. Esa comunión para mi es la verdadera navidad, esa sensación de unidad, de afecto, de todos juntos.. Los asientos eran básicamente bancos de madera y se completaba con sillas de toda variedad. Los perros merodeaban la zona a la espera de algún hueso solidario; los chicos comíamos sin hacer renegar a nadie, a la pronta espera de lo que venía después, una tarde de partido de futbol para bajar la comida, escondidas detrás de los galpones y entre el cañaveral, trepadas a los árboles. Había en casa de la Nona un damasco, dos ciruelos: uno de frutas amarillas y otro de coloradas, dos higueras, varios limoneros y diversos naranjos y muchas plantas de citrus. Una planta de mandarinas y una de granada, mucha ligustrina en los costados y separando el patio grande, poblado por mar de tierra siempre regada, canteros triangulares con medios ladrillos de punta que oficiaban a su vez de separadores de senderos, con flores y altísimos pinos, paraísos y otros árboles que jamás olvidaré.
En el medio de aquella algarabía la Nona caminaba la casa con la soltura de los años, la flacura de su diabetes, su carita pícara y lombarda, sus anteojos grandes y su voz alternada entre español a la fuerza y dialectos de su primera patria. Caminaba tan suave, no lento, sino suave, como sin pisar, como desapercibida, con un vestidito azul que tenía un bolsillo adelante. En ese bolsillo escondía un pedazo de queso de rallar, que así se vendía el queso en esos tiempos, sin rallar, y en el campo se iba una vez por mes al pueblo así que se compraban media horma. El queso era su pasión, pero lo tenía prohibido por la diabetes. Entonces la Nona los robaba lisa y llanamente y mis tíos y mi primo Ángel ya no sabían dónde esconder la media horma para que la Nona no se apoderara de sendas tajadas. También guardaba pedazos de queso en un cajón del ropero de su pieza, siempre cortados desparejos, como arrancados de su molde. Cuando la descubrían y la retaban ella sacaba su aminorada voz de retumbo italiano y les decía, ma.. por un pedacito.. qué me va a hacer, y hacía un gesto de fastidio sin pedir disculpas, molesta con la intromisión de los hijos en su menú lácteo alterador de la diabetes.
Aquella liturgia navideña se interrumpió cuando murió la Nona. Aquella viejita de perfil bajo, que disimulaba su presencia entre todos sin pretensiones ni arrogancias, cedió finalmente a la diabetes, o quizás, lo pienso ahora, a tantos años de luchar, tanto sacrificio para intentar salir de la miseria, para adaptarse a un mundo de dos patrias, de nunca volver a su villa Pasquali, la lombardía, tener dos idiomas y no tener ninguno. Eso lo pienso yo, ella, vaya a saber, andaba por la chacra disimulando o tal vez encontrando su lugar en el mundo.
Ya no se repitieron navidades en el campo. Las familias suelen dispersarse, los vínculos se dañan por asuntos tan torpes como los chismes o el dinero y mis tíos con el tiempo se mudaron al pueblo, remataron tractores y herramientas, alquilaron el campo y voltearon la chacra.
Cuando aquellas navidades yo rondaba los diez años.
Volví con los años, cuando andaba por treinta. Llevé a mis hijos para que conocieran el lugar de mis días de niño. Pero no encontré nada. Me guié a duras penas por lo que supuse había sido el camino y estacioné el auto entre surcos de tierra donde se me ocurrió que antes había estado el portillo de ingreso al patio. Busqué vanamente el ciruelo amarillo, las higueras, las puntas de ladrillos saliéndose de aquel patio, algún rastro de escombros, de cimientos, algo que me permitiera rearmar una foto de aquellas jornadas memorables. Pero no pude. Pensé en ese instante que al progreso a veces hay que pagarle muy caro, con la propia historia. Sólo unas poquitas cañas de aquel cañaveral tupido sobrevivían escuálidas. Tomé de la mano a mis hijos, quebrado de pena, y mientras subíamos al auto para ya nunca volver, me pareció ver a la Nona, escondiéndose ligera entre las cañas, con su vestidito azul y una mano metida en el bolsillo.


Elvio Zanazzi

martes, 18 de octubre de 2011

EL SUBSUELO DE LA PATRIA SUBLEVADO



“Un pujante palpitar sacudía la entrada de la ciudad. Un hálito áspero crecía en densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en un mismo grito y en la misma fe, iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor, el mecánico de automóviles, la hilandera y el peón. Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de la nación que asomaba, aglutinados por una misma verdad que una sola palabra traducía: Perón”.
El 17 de Octubre: Raúl Scalabrini Ortíz.

Uno de los primeros apuntes que leí sobre el peronismo fue a los quince o dieciseis años. Estaba terminando la secundaria y la dictadura se caía. Era un libro de John William Cooke que reiterada e inútilmente he buscado porque lo tenía, le juro, pero no lo tengo más. Allí Cooke entre otras cosas extraordinarias que escribe recuerda, a través de las palabras de Scalabrini, el 17 de Octubre. Y a mí me quedó esa frase... El subsuelo de la patria sublevado. Una de las definiciones más impresionantes que revelan al ser argentino, hasta exageraría, al ser humano. La mujer y el hombre de abajo, del fondo, el negro de mierda, el pobre infeliz, el obrero, el trabajador, el trabajador sin trabajo, el de alpargatas sí libros no, el que según la clase mierda y mierda/alta hacía los asados con el piso parquet de las casas peronistas, el que se lavaba las patas en la fuente y andaba sudado con pañuelo en la cabeza, el que escandalizaba a las familias bien, el mismo que siempre pagó los impuestos más altos, el que no compraba zapatillas de marca ni conocía Mar del Plata hasta que lo gremios hicieron hoteles para hombres y mujeres baratos, negros, pobres, laburantes, los miles que colmaron las peatonales y las playas y produjeron taquicardias a las señoras de elegantes capelinas y tapados de piel engorilada. Ese mismo pueblo, Juan Pueblo, sí, el que paga el mismo IVA que Mauricio y Hermes, que María Eugenia y Lilita, que Federico y Francisco (el que tenía un Plan) y baila la cumbia mejor que Chiche y Eduardo. El subsuelo, bien subsuelo de la patria... El que toma cerveza y vino en tetra y aparece en las cámaras de video de municipios bien, como Tigre, por ejemplo, y algun día tal vez Ramallo, es el mismo que asusta a los automovilistas cuando el aparato que indica el camino señala con voz gallega: PELIGRO, ZONA PELIGROSA, ATENCIÓN, siempre cuando el auto se acerca a una Villa de emergencia, nunca cuando pasa delante de ciertos lugares conocidos donde sus propietarios (millonarios ellos) viven de la piratería, pero no son negros, no son subsuelo de la patria, sino que gozan del respeto de la clase mierda y mierda/alta que se horroriza y pide seguridad, seguridad, seguridad, pero seguridad contra el subsuelo, contra los negros del subsuelo, nunca contra la impunidad, impunidad, impunidad.
Por eso hoy, brindo por ellos y ellas: los habitantes, miles y miles, los residentes del subsuelo, que de a poco asoman su entrecejo, afilan el uñate y caminan un poco más parejos por la Patria.

Elvio

martes, 11 de octubre de 2011

DE LA MANZANA A NUESTROS DÍAS

Tres menos cuarto de la tarde. Llego del recorrido marteano de la soda, algo cansado, porque ayer salimos a remar en el América y volvimos fatigados, sobre todo yo, que represento a los ex fumadores que engordan luego de casi un año de faltante nicotínico. Me tiro en el sillón después de haber dejado la camioneta para que un idóneo arreglador de caños de escape haga lo suyo y mañana volvamos a recorrer las calles de Ramallo mi padre, mi hijo y yo, asumiendo la empinada tarea de llevar soda y traer unos pesos para vivir. Desde el sillón prendo la tele, la TV Pública; ese canal y Encuentro son casi los únicos que miro. Están transmitiendo en vivo, precisamente Vivo.arg y arranca Liliana Herrero cantando a dúo con un entrerriano llamado Carlos “Negro” Aguirre, que este último está en Paraná y la Negra Herrero en los estudios de canal Siete. Sin embargo se las ingenian para cantar a dúo y hacerme llorar, estos guachos, estos tremendos músicos, y cuando me seco una lágrima los reverendos santosmúsicos recuerdan nada menos que a Aníbal Sampayo. Mencionan que Uruguay quiere decir “río de los pájaros” y cantan la primera parte de esa canción bellísima de Aníbal: “... El Uruguay no es un río, es un cielo azul que viaja...” Y yo viajo, regreso, me viene de inmediato, al corazón, al alma, al cuarentón boludo que no entiende al mundo, la cocina de la casa del Negro Castillo, en la Villa Ramallo, ahí mismo, donde se trataba con la misma sacramental pasión un cuento de Bradbury, un relato de la Poli, la mujer del Negro, directora de escuela con ojos de ver niños que se desmayaban de hambre, el dolor de un amigo o el recuerdo sagrado del Conocimiento con Virtud.
Porque Aníbal Sampayo era amigo del Negro y venía cada tanto, cuando Suecia, su salud, su plata o su paisito le permitían viajar.
Y entonces evoco que en los noventa el canal de televisión del Estado me (nos) proponía, vía Sofovich –autoridad menemista designada como interventor de Canal 7- jugarme (nos) a suerte y verdad la vida, la guita, los sueños, partiendo en dos una manzana que era –eso sí- escrupulosamente pesada por Gerardo mientras en otro plano se realizaban los preparativos para definir la vida en un torneo de Yenga.
Hay una diferencia que no amerita explicaciones entre aquella televisión timbera y esta manifestación de lo público que nos representa. Son dos países, totalmente distintos, y agradezco desde esta cocina donde escribo, la emoción, el arte, el respeto, el país que estamos construyendo, pese a todo.


Elvio Zanazzi

sábado, 1 de octubre de 2011

sábado, 10 de septiembre de 2011

NELLY OMAR CUMPLE 100 AÑOS



Escuché en Radio Nacional que no se registran antecedentes en el mundo de artista que cumpla cien años vigente en el canto, esto es cantando y bien.
NELLY OMAR es la CANTORA NACIONAL, sin dudas. Altísima exponente en el tango pero también en la canción rural, la del interior, una voz referente del folclore nacional. Mano Blanca, cantado por Nelly es un desparramo de felicidad, un placer parecido al sentimiento del primer habitante de la tierra, teniendo para sí todo el verde, todo el agua limpia y pura, el sol para su tarde y su silencio. A Mano Blanca, cuando la cantó Nelly Omar, como diría un amigo, “la clausuró”; no hay versión posible que la iguale.
Hay que festejar la vida entonces, y nosotros tenemos el privilegio de tener a nuestra cantora nacional, nuestra Gardel con polleras, vivita y cantando. Gracias a la vida por esto. Feliz cumpleaños maestra del arte, del canto y de la vida.

domingo, 28 de agosto de 2011

CONTADA EN BUENOS AIRES

Esta vez será en Séptimo Arte Restó Bar, llamar al tel. 4613-4627 después de las 18:00 hs. para reservar mesa, que está ubicado en el barrio de Flores, exactamente en San Pedrito y Ramón Falcón (perdón por tener que nombrar a este personaje), Capital Federal. Estaremos contando cuentos (Narración oral): Marcela Weiss, Susana Macías, Elvio Zanazzi y hay más cuenteros, pero ya avanzará la noticia. Si te gusta el cuento, si querés cambiar de canal por unas horas y distenderte de ese jefe insoportable, de aquel dolor de espalda que te lleva loco, del amor que va y viene como un perro perdido.. Vení este viernes, 2 de Septiembre, 19 Hs a SÉPTIMO ARTE.
Para nosotros, claro, un honor de verdad, una compañía para contar juntos. Gracias
Elvio

viernes, 26 de agosto de 2011

26 de Agosto: Nace Cortázar

Linda ocasión para leer uno de sus mejores cuentos.


Cartas de mamá


Muy bien hubiera podido llamarse libertad condicional. Cada vez que la portera le entregaba un sobre, a Luis le bastaba reconocer la minúscula cara familiar de José de San Martín para comprender que otra vez más habría de franquear el puente. San Martín, Rivadavia, pero esos nombres eran también imágenes de calles y de cosas, Rivadavia al seis mil quinientos, el caserón de Flores, mamá, el café de San Martín y Corrientes donde lo esperaban a veces los amigos, donde el mazagrán tenía un leve gusto a aceite de ricino. Con el sobre en la mano, después del Merci bien, madame Durand, salir a la calle no era ya lo mismo que el día anterior, que todos los días anteriores. Cada carta de mamá (aun antes de eso que acababa de ocurrir, este absurdo error ridículo) cambiaba de golpe la vida de Luis, lo devolvía al pasado como un duro rebote de pelota. Aun antes de eso que acababa de leer —y que ahora releía en el autobús entre enfurecido y perplejo, sin acabar de convencerse—, las cartas de mamá; eran siempre una alteración del tiempo, un pequeño escándalo inofensivo dentro del orden de cosas que Luis había querido y trazado y conseguido, calzándolo en su vida como había calzado a Laura en su vida y a París en su vida. Cada nueva carta insinuaba por un rato (porque después el las borraba en el acto mismo de contestarlas cariñosamente) que su libertad duramente conquistada, esa nueva vida recortada con feroces golpes de tijera en la madeja de lana que los demás habían llamado su vida, cesaba de justificarse, perdía pie, se borraba como el fondo de las calles mientras el autobús corría por la rue de Richelieu. No quedaba más que una parva libertad condicional, la irrisión de vivir a la manera de una palabra entre paréntesis, divorciada de la frase principal de la que sin embargo es casi siempre sostén y explicación. Y desazón, y una necesidad de contestar en seguida, como quien vuelve a cerrar una puerta.

Esa mañana había sido una de las tantas mañanas en que llegaba carta de mamá. Con Laura hablaban poco del pasado, casi nunca del caserón de Flores. No es que a Luis no le gustara acordarse de Buenos Aires. Más bien se trataba de evadir nombres (las personas, evadidas hacía ya tanto tiempo, los verdaderos fantasmas que son los nombres, esa duración pertinaz). Un día se había animado a decirle a Laura: «Si se pudiera romper y tirar el pasado como el borrador de una carta o de un libro. Pero ahí queda siempre, manchando la copia en limpio, y yo creo que eso es el verdadero futuro.» En realidad, por qué no habían de hablar de Buenos Aires donde vivía la familia, donde los amigos de cuando en cuando adornaban una postal con frases cariñosas. Y el roto-grabado de La Nación con los sonetos de tantas señoras entusiastas, esa sensación de ya leído, de para qué. Y de cuando en cuando alguna crisis de gabinete, algún coronel enojado, algún boxeador magnífico. ¿Por qué no habían de hablar de Buenos Aires con Laura? Pero tampoco ella volvía al tiempo de antes, sólo al azar de algún diálogo, y sobre todo cuando llegaban cartas de mamá, dejaba caer un nombre o una imagen como monedas fuera de circulación, objetos de un mundo caduco en la lejana orilla del río.

—Eh oui, fait lourd —dijo el obrero sentado frente a él.
«Si supiera lo que es el calor —pensó Luis—. Si pudiera andar una tarde de febrero por la Avenida de Mayo, por alguna callecita de Liniers.»

Sacó otra vez la carta del sobre, sin ilusiones: el párrafo estaba ahí, bien claro. Era perfectamente absurdo pero estaba ahí. Su primera reacción, después de la sorpresa, el golpe en plena nuca, era como siempre de defensa. Laura no debía leer la carta de mamá. Por más ridículo que fuese el error, la confusión de nombres (mamá había querido escribir «Víctor» y había puesto «Nico»), de todos modos Laura se afligiría, sería estúpido. De cuando en cuando se pierden cartas; ojalá ésta se hubiera ido al fondo del mar. Ahora tendría que tirarla al water de la oficina, y por supuesto unos días después Laura se extrañaría: «Qué raro, no ha llegado carta de tu madre.» Nunca decía tu mamá, tal vez porque había perdido a la suya siendo niña. Entonces él contestaría: «De veras, es raro. Le voy a mandar unas líneas hoy mismo», y las mandaría, asombrándose del silencio de mamá. La vida seguiría igual, la oficina, el cine por las noches, Laura siempre tranquila, bondadosa, atenta a sus deseos. Al bajar del autobús en la rue de Rennes se preguntó bruscamente (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) por qué no quería mostrarle a Laura la carta de mamá. No por ella, por lo que ella pudiera sentir. No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara. (¿No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara?) No, no le importaba gran cosa. (¿No le importaba?) Pero la primera verdad, suponiendo que hubiera otra detrás, la verdad inmediata por decirlo así, era que le importaba la cara que pondría Laura, la actitud de Laura. Y le importaba por él, naturalmente, por el efecto que le haría la forma en que a Laura iba a importarle la carta de mamá. Sus ojos caerían en un momento dado sobre el nombre de Nico, y él sabéa que el mentón de Laura empezaría a temblar ligeramente, y después Laura diría: «Pero qué raro... ¿qué le habrá pasado a tu madre?» Y él habría sabido todo el tiempo que Laura se contenía para no gritar, para no esconder entre las manos un rostro desfigurado ya por el llanto, por el dibujo del nombre de Nico temblándole en la boca.

En la agencia de publicidad donde trabajaba como diseñador, releyó la carta, una de las tantas cartas de mamá, sin nada de extraordinario fuera del párrafo donde se habáa equivocado de nombre. Pensó si no podría borrar la palabra, reemplazar Nico por Víctor, sencillamente reemplazar el error por la verdad, y volver con la carta a casa para que Laura la leyera. Las cartas de mamá interesaban siempre a Laura, aunque de una manera indefinible no le estuvieran destinadas. Mamá le escribía a él; agregaba al final, a veces a mitad de la carta, saludos muy cariñosos para Laura. No importaba, las leía con el mismo interés, vacilando ante alguna palabra ya retorcida por el reuma y la miopía. «Tomo Saridón, y el doctor me ha dado un poco de salicilato...» Las cartas se posaban dos o tres días sobre la mesa de dibujo; Luis hubiera querido tirarlas apenas las contestaba, pero Laura las releía, a las mujeres les gusta releer las cartas, mirarlas de un lado y de otro, parecen extraer un segundo sentido cada vez que vuelven a sacarlas y a mirarlas. Las cartas de mamá eran breves, con noticias domésticas, una que otra referencia al orden nacional (pero esas cosas que ya se sabían por los telegramas de Le Monde, llegaban siempre tarde por su mano). Hasta podía pensarse que las cartas eran siempre la misma, escueta y mediocre, sin nada interesante. Lo mejor de mamá era que nunca se había abandonado a la tristeza que debía causarle la ausencia de su hijo y de su nuera, ni siquiera al dolor —tan a gritos, tan a lágrimas al principio— por la muerte de Nico. Nunca, en los dos años que llevaban ya en París, mamá había mencionado a Nico en sus cartas. Era como Laura, que tampoco lo nombraba. Ninguna de las dos lo nombraba, y hacía más de dos años que Nico había muerto. La repentina mención de su nombre a mitad de la carta era casi un escándalo. Ya el solo hecho de que el nombre de Nico apareciera de golpe en una frase, con la N larga y temblorosa, la o con una torcida; pero era peor, porque el nombre se situaba en una frase incomprensible y absurda, en algo que no podía ser otra cosa que un anuncio de senilidad. De golpe mamá perdía la noción del tiempo, se imaginaba que... El párrafo venía después de un breve acuse de recibo de una carta de Laura. Un punto apenas marcado con la débil tinta azul comprada en el almacén del barrio, y a quemarropa: «Esta mañana Nico preguntó por ustedes.» El resto seguía como siempre: la salud, la prima Matilde se había caído y tenía una clavícula sacada, los perros estaban bien. Pero Nico había preguntado por ellos.

En realidad hubiera sido fácil cambiar Nico por Víctor, que era el que sin duda había preguntado por ellos. El primo Víctor, tan atento siempre. Víctor tenía dos letras más que Nico, pero con una goma y habilidad se podían cambiar los nombres. Esta mañana Víctor preguntó por ustedes. Tan natural que Víctor pasara a visitar a mamá y le preguntara por los ausentes.

Cuando volvió a almorzar, traía intacta la carta en el bolsillo. Seguía dispuesto a no decirle nada a Laura, que lo esperaba con su sonrisa amistosa, el rostro que parecía haberse dibujado un poco desde los tiempos de Buenos Aires, como si el aire gris de París le quitara el color y el relieve. Llevaban más de dos años en París, habían salido de Buenos Aires apenas dos meses después de la muerte de Nico, pero en realidad Luis se había considerado como ausente desde el día mismo de su casamiento con Laura. Una tarde, después de hablar con Nico que estaba ya enfermo, se había jurado escapar de la Argentina, del caserón de Flores, de mamá y los perros y su hermano (que ya estaba enfermo). En aquellos meses todo había girado en torno a él como las figuras de una danza. Nico, Laura, mamá, los perros, el jardín. Su juramento había sido el gesto brutal del que hace trizas una botella en la pista, interrumpe el baile con un chicotear de vidrios rotos. Todo había sido brutal en eso días: su casamiento, la partida sin remilgos ni consideraciones para con mamá, el olvido de todos los deberes sociales, de los amigos entre sorprendidos y desencantados. No le había importado nada, ni siquiera el asomo de protesta de Laura. Mamá se quedaba sola en el caserón, con los perros y los frascos de remedios, con la ropa de Nico colgada todavía en un ropero. Que se quedara, que todos se fueran al demonio. Mamá había parecido comprender, ya no lloraba a Nico y andaba como antes por la casa, con la fría y resuelta recuperación de los viejos frente a la muerte. Pero Luis no quería acordarse de lo que había sido la tarde de la despedida, las valijas, el taxi en la puerta, la casa ahí con toda la infancia, el jardín donde Nico y él habían jugado a la guerra, los dos perros indiferentes y estúpidos. Ahora era casi capaz de olvidarse de todo eso. Iba a la agencia, dibujaba afiches, volvía a comer, bebía la taza de café que Laura le alcanzaba sonriendo. Iban mucho al cine, mucho a los bosques, conocían cada vez mejor París. Habían tenido suerte, la vida era sorprendentemente fácil, el trabajo pasable, el departamento bonito, las películas excelentes. Entonces llegaba carta de mamá.

No las detestaba; si le hubieran faltado habría sentido caer sobre él la libertad como un peso insoportable. Las cartas de mamá le traían un tácito perdón (pero de nada había que perdonarlo), tendían el puente por donde era posible seguir pasando. Cada una lo tranquilizaba o lo inquietaba sobre la salud de mamá, le recordaba la economía familiar, la permanencia de un orden. Y a la vez odiaba ese orden. Y a la vez odiaba ese orden y lo odiaba por Laura, porque Laura estaba en París pero cada carta de mamá la definía como ajena, como cómplice de ese orden que el había repudiado una noche en el jardín, después de oír una vez más la tos apagada, casi humilde de Nico.

No, no le mostraría la carta. Era innoble sustituir un nombre por otro, era intolerable que Laura leyera la frase de mamá. Su grotesco error, su tonta torpeza de un instante —la veía luchando con una pluma vieja, con el papel que se ladeaba, con su vista insuficiente—, crecería con Laura como una semilla fácil. Mejor tirar la carta (la tiró esa tarde misma) y por la noche ir al cine con Laura, olvidarse lo antes posible de que Víctor había preguntado por ellos. Aunque fuera Víctor, el primo tan bien educado, olvidarse de que Víctor había preguntado por ellos.

Diabólico, agazapado, relamiéndose, Tom esperaba que Jerry cayera en la trampa. Jerry no cayó, y llovieron sobre Tom catástrofes incontables. Después Luis compró helados, los comieron mientras miraban distraídamente los anuncios en colores. Cuando empezó la película, Laura se hundió un poco más en su butaca y retiró la mano del brazo de Luis. Él la sentía otra vez lejos, quién sabe si lo que miraban juntos era ya la misma cosa para los dos, aunque más tarde comentaran la película en la calle o en la cama. Se preguntó (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) si Nico y Laura habían estado así de distantes en los cines, cuando Nico la festejaba y salían juntos. Probablemente habían conocido todos los cines de Flores, toda la rambla estúpida de la calle Lavalle, el león, el atleta que golpea el gongo, los subtítulos en castellano por Carmen de Pinillos, los personajes de esta película son ficticios, y toda relación... Entonces, cuando Jerry había escapado de Tom y empezaba la hora de Bárbara Stanwyck o de Tyron Power, la mano de Nico se acostaría despacio sobre el muslo de Laura (el pobre Nico, tan tímido, tan novio), y los dos se sentirían culpables de quién sabe qué. Bien le constaba a Luis que no habían sido culpables de nada definitivo; aunque no hubiera tenido la más deliciosa de las pruebas, el veloz desapego de Laura por Nico hubiera bastado para ver en ese noviazgo un mero simulacro urdido por el barrio, la vecindad, los círculos culturales y recreativos que son la sal de Flores. Había bastado el capricho de ir una noche a la misma sala de baile que frecuentaba Nico, el azar de una presentación fraternal. Tal vez por eso, por la facilidad del comienzo, todo el resto había sido inesperadamente duro y amargo. Pero no quería acordarse ahora, la comedia había terminado con la blanda derrota de Nico, su melancólico refugio en una muerte de tísico. Lo raro era que Laura no lo nombrara nunca, y que por eso tampoco él lo nombrara, que Nico no fuera ni siquiera el difunto, ni siquiera el cuñado muerto, el hijo de mamá. Al principio le había traído un alivio después del turbio intercambio de reproches, del llanto y los gritos de mamá, de la estúpida intervención del tío Emilio y del primo Víctor (Víctor preguntó esta mañana por ustedes), el casamiento apresurado y sin más ceremonia que un taxi llamado por teléfono y tres minutos delante de un funcionario con caspa en las solapas. Refugiados en un hotel de Adrogué, lejos de mamá y de toda la parentela desencadenada, Luis había agradecido a Laura que jamás hiciera referencia al pobre fantoche que tan vagamente había pasado de novio a cuñado. Pero ahora, con un mar de por medio, con la muerte y dos años de por medio, Laura seguía sin nombrarlo, y él se plegaba a su silencio por cobardía, sabiendo que en el fondo ese silencio lo agraviaba por lo que tenía de reproche, de arrepentimiento, de algo que empezaba a parecerse a la traición. Más de una vez había mencionado expresamente a Nico, pero comprendía que eso no contaba, que la respuesta de Laura tendía a desviar la conversación. Un lento territorio prohibido se había ido formando poco a poco en su lenguaje, aislándolos de Nico, envolviendo su nombre y su recuerdo en un algodón manchado y pegajoso. Y del otro lado mamá hacía lo mismo, confabulaba inexplicablemente en el silencio. Cada carta hablaba de los perros, de Matilde, de Víctor, del salicilato, del pago de la pensión. Luis había esperado que alguna vez mamá aludiera a su hijo para aliarse con ella frente a Laura, obligar cariñosamente a Laura a que aceptara la existencia póstuma de Nico. No porque fuera necesario, a quién le importaba nada de Nico vivo o muerto, pero la tolerancia de su recuerdo en el panteón del pasado hubiera sido la oscura, irrefutable prueba de que Laura lo había olvidado verdaderamente y para siempre. Llamado a la plena luz de su nombre el íncubo se hubiera desvanecido, tan débil e inane como cuando pisaba la tierra. Pero Laura seguía callando el nombre de Nico, y cada vez que lo callaba, en el momento preciso en que hubiera sido natural que lo dijera y exactamente lo callaba, Luis sentía otra vez la presencia de Nico en el jardín de Flores, escuchaba su tos discreta preparando el más perfecto regalo de bodas imaginable, su muerte en plena luna de miel de la que había sido su novia, del que había sido su hermano.

Una semana más tarde Laura se sorprendió de que no hubiera llegado carta de mamá. Barajaron las hipótesis usuales, y Luis escribió esa misma tarde. La respuesta no lo inquietaba demasiado, pero hubiera querido (lo sentía al bajar las escaleras por la mañana) que la portera le diera a él la carta en vez de subir al tercer piso. Una quincena más tarde reconoció el sobre familiar, el rostro del almirante Brown y una vista de las cataratas del Iguazú. Guardó el sobre antes de salir a la calle y contestar el saludo de Laura asomada a la ventana. Le pareció ridículo tener que doblar la esquina antes de abrir la carta. El Boby se había escapado a la calle y unos días después había empezado a rascarse, contagio de algún perro sarnoso. Mamá iba a consultar a un veterinario amigo del tío Emilio, porque no era cosa de que el Boby le pegara la peste al Negro. El tío Emilio era de parecer que los bañara con acaroína, pero ella ya no estaba para esos trotes y sería mejor que el veterinario recetara algún polvo insecticida o algo para mezclar con la comida. La señora de la lado tenía un gato sarnoso, vaya a saber si los gatos no eran capaces de contagiar a los perros, aunque fuera a través del alambrado. Pero qué les iba a interesar a ellos esas charlas de vieja, aunque Luis siempre había sido muy cariñoso con los perros y de chico hasta dormía con uno a los pies de la cama, al revés de Nico que no le gustaban mucho. La señora de al lado aconsejaba espolvorearlos con dedeté por si no era sarna, los perros pescan toda clase de pestes cuando andan por la calle; en la esquina de Bacacay paraba un circo con animales raros, a lo mejor había microbios en el aire, esas cosas. Mamá no ganaba para sustos, entre el chico de la modista que se había quemado el brazo con leche hirviendo y el Boby sarnoso.

Después había como una estrellita azul (la pluma cucharita que se enganchaba en el papel, la exclamación de fastidio de mamá) y entonces unas reflexiones melancólicas sobre lo sola que se quedaría si también Nico se iba a Europa como parecía, pero ese era el destino de los viejos, los hijos son golondrinas que se van un día, hay que tener resignación mientras el cuerpo vaya tirando. La señora de al lado...

Alguien empujó a Luis, le soltó una rápida declaración de derechos y obligaciones con acento marsellés. Vagamente comprendió que estaba estorbando el paso de la gente que entraba por el angosto corredor al métro. El resto del día fue igualmente vago, telefoneó a Laura para decirle que no iría a almorzar, pasó dos horas en un banco de plaza releyendo la carta de mamá, preguntándose qué debería hacer frente a la insania. Hablar con Laura, antes de nada. Por qué (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) seguir ocultándole a Laura lo que pasaba. Ya no podía fingir que esta carta se había perdido como la otra, ya no podía creer a medias que mamá se había equivocado y escrito Nico por Víctor, y que era tan penoso que se estuviera poniendo chocha. Resueltamente esas cartas eran Laura, eran lo que iba a ocurrir con Laura. Ni siquiera eso: lo que ya había ocurrido desde el día de su casamiento, la luna de miel en Adrogué, las noches en que se habían querido desesperadamente en el barco que los traía a Francia. Todo era Laura, todo iba a ser Laura ahora que Nico quería venir a Europa en el delirio de mamá. Cómplices como nunca, mamá le estaba hablando a Laura de Nico, le estaba anunciando que Nico iba a venir a Europa, y lo decía así, Europa a secas, sabiendo tan bien que Laura comprendería que Nico iba a desembarcar en Francia, en París, en una casa donde se fingía exquisitamente haberlo olvidado, pobrecito.

Hizo dos cosas: escribió al tío Emilio señalándole los síntomas que lo inquietaban y pidiéndole que visitara inmediatamentte a mamá para cerciorarse y tomar las medidas del caso. Bebió un coñac tras otro y anduvo a pie hacia su casa para pensar en el camino lo que debía decirle a Laura, porque al fin y al cabo tenía que hablar con Laura y ponerla al corriente. De calle en calle fue sintiendo cómo le costaba situarse en el presente, en lo que tendría que suceder media hora más tarde. La carta de mamá lo metía, lo ahogaba en la realidad de esos dos años de vida en París, la mentira de una paz traficada, de una felicidad de puertas para afuera, sostenida por diversiones y espectáculos, de un pacto involuntario de silencio en que los dos se desunían poco a poco como en todos los pactos negativos. Sí, mamá, sí, pobre Boby sarnoso, mamá. Pobre Boby, pobre Luis, cuánta sarna, mamá. Un baile del club de Flores, mamá, fui porque él insistía, me imagino que quería darse corte con su conquista. Pobre Nico, mamá, con esa tos seca en que nadie creía todavía, con ese traje cruzado a rayas, esa peinada a la brillantina, esas corbatas de rayón tan cajetillas. Uno charla un rato, simpatiza, cómo no vas a bailar esa pieza con la novia del hermano, oh, novia es mucho decir, Luis, supongo que puedo llamarlo Luis, verdad. Pero sí, me extraña que Nico no la haya llevado a casa todavía, usted le va a caer tan bien a mamá. Este Nico es más torpe, a que ni siquiera habló con su papá. Tímido, sí, siempre fue igual. Como yo. ¿De qué se ríe, no me cree? Pero si yo no soy lo que parezco... ¿Verdad que hace calor? De veras, usted tiene que venir a casa, mamá va a estar encantada. Vivimos los tres solos, con los perros. Che Nico, pero es una vergüenza, te tenías esto escondido, malandra. Entre nosotros somos así, Laura, nos decimos cada cosa. Con tu permiso, yo bailaría este tango con la señorita.

Tan poca cosa, tan fácil, tan verdaderamente brillantina y corbata rayón. Ella había roto con Nico por error, por ceguera, porque el hermano rana había sido capaz de ganar de arrebato y darle vuelta la cabeza. Nico no juega al tenis, qué va a jugar, usted no lo saca del ajedrez y la filatelia, hágame el favor. Callado, tan poca cosa el pobrecito, Nico se había ido quedando atrás, perdido en un rincón del patio, consolándose con el jarabe pectoral y el mate amargo. Cuando cayó en cama y le ordenaron reposo coincidió justamente con un baile en Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque. Uno no se va a perder esas cosas, máxime cuando va a tocar Edgardo Donato y la cosa promete. A mamá le parecía tan bien que él sacara a pasear a Laura, le había caído como una hija apenas la llevaron una tarde a la casa. Vos fijate, mamá, el pibe está débil y capaz que le hace impresión si uno le cuenta. Los enfermos como él se imaginan cada cosa, de fija que va a creer que estoy afilando con Laura. Mejor que no sepa que vamos a Gimnasia. Pero yo no le dije eso a mamá, nadie de casa se enteró nunca que andábamos juntos. Hasta que se mejorara el enfermito, claro. Y así el tiempo, los bailes, dos o tres bailes, las radiografías de Nico, después el auto del petiso Ramos, la noche de la farra en casa de la Beba, las copas, el paseo en auto hasta el puente del arroyo, una luna, esa luna como una ventana de hotel allá arriba, y Laura en el auto negándose, un poco bebida, las manos hábiles, los besos, los gritos ahogados, la manta de vicuña, la vuelta en silencio, la sonrisa de perdón.
La sonrisa era casi la misma cuando Laura le abrió la puerta. Había carne al horno, ensalada, un flan. A las diez vinieron unos vecinos que eran sus compañeros de canasta. Muy tarde, mientras se preparaban para acostarse, Luis sacó la carta y la puso sobre la mesa de luz.

—No te hablé antes porque no quería afligirte. Me parece que mamá...
Acostado, dándole la espalda, esperó. Laura guardó la carta en el sobre, apagó el velador. La sintió contra él, no exactamente contra pero la oía respirar cerca de su oreja.
—¿Vos te das cuenta? —dijo Luis, cuidando su voz.
—Sí. ¿No creés que se habrá equivocado de nombre?
Tenía que ser. Peón cuatro rey, peón cuatro rey. Perfecto.
—A lo mejor quizo poner Víctor —dijo, clavándose lentamente las uñas en la palma de la mano.
—Ah, claro. Podría ser —dijo Laura. Caballo rey tres alfil.
Empezaron a fingir que dormían.

A Laura le había parecido bien que el tío Emilio fuera el único en enterarse, y los días pasaron sin que volvieran a hablar de eso. Cada vez que volvía a casa, Luis esperaba una frase o un gesto insólitos en Laura, un claro en esa guardia perfecta de calma y de silencio. Iban al cine como siempre, hacían el amor como siempre. Para Luis ya no había en Laura otro misterio que el de su resignada adhesión a esa vida en la que nada había llegado a ser lo que pudieron esperar dos años atrás. Ahora la conocía bien, a la hora de las confrontaciones definitivas tenía que admitir que Laura era como había sido Nico, de las que se quedan atrás y sólo obran por inercia, aunque empleara a veces una voluntad casi terrible en no hacer nada, en no vivir de veras para nada. Se hubiera entendido mejor con Nico que con él, y los dos lo venían sabiendo desde el día de su casamiento, desde las primerras tomas de posición que siguen a la blanda aquiescencia de la luna de miel y el deseo. Ahora Laura volvía a tener la pesadilla. Soñaba mucho, pero la pesadilla era distinta, Luis la reconocía entre muchos otros movimientos de su cuerpo, palabras confusas o breves gritos de animal que se ahoga. Había empezado a bordo, cuando todavía hablaban de Nico porque Nico acababa de morir y ellos se habían embarcado unas pocas semanas después. Una noche, después de acordarse de Nico y cuando ya se insinuaba el tácito silencio que se instalaría luego entre ellos, Laura lo despertaba con un gemido ronco, una sacudida convulsiva de las piernas, y de golpe un grito que era una negativa total, un rechazo con las dos manos y todo el cuerpo y toda la voz de algo horrible que le caía desde el sueño como un enorme pedazo de materia pegajosa. Él la sacudía, la calmaba, le traía agua que bebía sollozando, acosada aún a medias por el otro lado de su vida. Decía no recordar nada, era algo horrible pero no se podía explicar, y acababa por dormirse llevándose su secreto, porque Luis sabía que ella sabía, que acababa de enfrentarse con aquel que entraba en su sueño, vaya a saber bajo qué horrenda máscara, y cuyas rodillas abrazaría Laura en un vértigo de espanto, quizá de amor inútil. Era siempre lo mismo, le alcanzaba un vaso de agua, esperando en silencio a que ella volviera a apoyar la cabeza en la almohada. Quizá un día el espanto fuera más fuerte que el orgullo, si eso era orgullo. Quizá entonces él podría luchar desde su lado. Quizá no todo estaba perdido, quizá la nueva vida llegara a ser realmente otra cosa que ese simulacro de sonrisas y de cine francés.

Frente a la mesa de dibujo, rodeado de gentes ajenas, Luis recobraba el sentido de la simetría y el método que le gustaba aplicar a la vida. Puesto que Laura no tocaba el tema, esperando con aparente indiferencia la contestación del tío Emilio, a él le correspondía entenderse con mamá. Contestó su carta limitándose a las menudas noticias de las últimas semanas, y dejó para la postdata una frase rectificatoria: «De modo que Víctor habla de venir a Europa. A todo el mundo le da por viajar, debe ser la propaganda de las agencias de turismo. Decíle que escriba, le podemos mandar todos los datos que necesite. Decíle también que desde ahora cuenta con nuestra casa.»

El tío Emilio contestó casi a vuelta de correo, secamente como correspondía a un pariente tan cercano y tan resentido por lo que en el velorio de Nico había calificado de incalificable. Sin haberse disgustado de frente con Luis, había demostrado sus sentimientos con la sutileza habitual en casos parecidos, absteniéndose de ir a despedirlo al barco, olvidando dos años seguidos la fecha de su cumpleaños. Ahora se limitaba a cumplir con su deber de hermano político de mamá, y enviaba escuetamente los resultados. Mamá estaba muy bien pero casi no hablaba, cosa comprensible teniendo en cuenta los muchos disgustos de los últimos tiempos. Se notaba que estaba muy sola en la casa de Flores, lo cual era lógico puesto que ninguna madre que ha vivido toda la vida con sus dos hijos puede sentirse a gusto en una enorme casa llena de recuerdos. En cuanto a las frases en cuestión, el tío Emilio había procedido con el tacto que se requería en vista de lo delicado del asunto, pero lamentaba decirles que no había sacado gran cosa en limpio, porque mamá no estaba en vena de conversación y hasta lo había recibido en la sala, cosa que nunca hacía con su hermano político. A una insinuación de orden terapéutico, había contestado que aparte del reumatismo se sentía perfectamente bien, aunque en esos días la fatigaba tener que planchar tantas camisas. El tío Emilio se había interesado por saber de qué camisas se trataba, pero ella se había limitado a una inclinación de cabeza y un ofrecimiento de jerez y galletitas Bagley.

Mamá no les dio demasiado tiempo para discutir la carta del tío Emilio y su ineficacia manifiesta. Cuatro días después llegó un sobre certificado, aunque mamá sabía de sobra que no hay necesidad de certificar las cartas aéreas a París. Laura telefoneó a Luis y le pidió que volviera lo antes posible. Media hora más tarde la encontró respirando pesadamente, perdida en la contemplación de unas flores amarillas sobre la mesa. La carta estaba en la repisa de la chimenea, y Luis volvió a dejarla ahí después de la lectura. Fue a sentarse junto a Laura, esperó. Ella se encogió de hombros.
—Se ha vuelto loca —dijo.

Luis encendió un cigarrillo. El humo le hizo llorar los ojos. Comprendió que la partida continuaba, que a él le tocaba mover. Pero a esa partida la estaban jugando tres jugadores, quizá cuatro. Ahora tenía la seguridad de que también mamá estaba al borde del tablero. Poco a poco resbaló en el sillón, y dejó que su cara se pusiera la inútil máscara de las manos juntas. Oía llorar a Laura, abajo corrían a gritos los chicos de la portera.

La noche trae consejo, etcétera. Les trajo un sueño pesado y sordo, después que los cuerpos se encontraron en una monótona batalla que en el fondo no habían deseado. Una vez más se cerraba el tácito acuerdo: por la mañana hablarían del tiempo, del crimen de Saint-Cloud, de James Dean. La carta seguía sobre la repisa y mientras bebían té no pudieron dejar de verla, pero Luis sabía que al volver del trabajo ya no la encontraría. Laura borraba las huellas con su fría, eficaz diligencia. Un día, otro día, otro día más. Una noche se rieron mucho con los cuentos de los vecinos, con una audición de Fernandel. Se habló de ir a ver una pieza de teatro, de pasar un fin de semana en Fontainebleau.

Sobre la mesa de dibujo se acumulaban los datos innecesarios, todo coincidía con la carta de mamá. El barco llegaba efectivamente al Havre el vierrnes 17 por la mañana, y el tren especial entraba en Saint-Lazare a las 11:45. El jueves vieron la pieza de teatro y se divirtieron mucho. Dos noches antes Laura había tenido otra pesadilla, pero él no se molestó en traerle agua y la dejó que se tranquilizara sola, dándole la espalda. Después Laura durmió en paz, de día andaba ocupada cortando y cosiendo un vestido de verano. Hablaron de comprar una máquina de coser eléctrica cuando terminaran de pagar la heladera. Luis encontró la carta de mamá en el cajón de la mesa de luz y la llevó a la oficina. Telefoneó a la compañía naviera, aunque estaba seguro de que mamá daba las fechas exactas. Era su única seguridad, porque todo el resto no se podía siquiera pensar. Y ese imbécil del tío Emilio. Lo mejor sería escribir a Matilde, por más que estuviesen distanciados Matilde comprendería la urgencia de intervenir, de proteger a mamá. ¿Pero realmente (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) había que proteger a mamá, precisamente a mamá? Por un momento pensó en pedir larga distancia y hablar con ella. Se acordó del jerez y las galletitas Bagley, se encogió de hombros. Tampoco había tiempo de escribir a Matilde, aunque en realidad había tiempo pero quizá fuese preferible esperar al viernes diecisiete antes de... El coñac ya no lo ayudaba ni siquiera a no pensar, o por lo menos a pensar sin tener miedo. Cada vez recordaba con más claridad la cara de mamá en las últimas semanas de Buenos Aires, después del entierro de Nico. Lo que él había entendido como dolor, se lo mostraba ahora como otra cosa, algo en donde había una rencorosa desconfianza, una expresión de animal que siente que van a abandonarlo en un terreno baldío lejos de la casa, para deshacerse de él. Ahora empezaba a ver de veras la cara de mamá. Recién ahora la veía de veras en aquellos días en que toda la familia se había turnado para visitarla, darle el pésame por Nico, acompañarla de tarde, y también Laura y él venían de Adrogué para acompañarla, para estar con mamá. Se quedaban apenas un rato porque después aparecía el tío Emilio, o Víctor, o Matilde, y todos eran una misma fría repulsa, la familia indignada por lo sucedido, por Adrogué, porque eran felices mientras Nico, pobrecito, mientras Nico. Jamás sospecharían hasta qué punto habían colaborado para embarcarlos en el primer buque a mano; como si se hubieran asociado para pagarles los pasajes, llevarlos cariñosamente a bordo con regalos y pañuelos.

Claro que su deber de hijo lo obligaba a escribir en seguida a Matilde. Todavía era capaz de pensar cosas así antes del cuarto coñac. Al quinto las pensaba de nuevo y se reía (cruzaba París a pie para estar más solo y despejarse la cabeza), se reía de su deber de hijo, como si los hijos tuvieran deberes, como si los deberes fueran los de cuarto grado, los sagrados deberes para la sagrada señorita del inmundo cuarto grado. Porque su deber de hijo no era escribir a Matilde. ¿Para qué fingir (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) que mamá estaba loca? Lo único que se podía hacer era no hacer nada, dejar que pasaran los días, salvo el viernes. Cuando se despidió como siempre de Laura diciéndole que no vendría a almorzar porque tenía que ocuparse de unos afiches urgentes, estaba tan seguro del resto que hubiera podido agregar: «Si querés vamos juntos.» Se refugió en el café de la estación, menos por disimulo que para tener la pobre ventaja de ver sin ser visto. A las once y treinta y cinco descubrió a Laura por su falda azul, la siguió a distancia, la vio mirar el tablero, consultar a un empleado, comprar un boleto de plataforma, entrar en el andén donde ya se juntaba la gente con el aire de los que esperan. Detrás de una zorra cargada de cajones de fruta miraba a Laura que parecía dudar entre quedarse cerca de la salida del andén o internarse por él. La miraba sin sorpresa, como a un insecto cuyo comportamiento podía ser interesante. El tren llegó casi en seguida y Laura se mezcló con la gente que se acercaba a las ventanillas de los coches buscando cada uno lo suyo, entre gritos y manos que sobresalían como si dentro del tren se estuvieran ahogando. Bordeó la zorra y entró al andén entre más cajones de fruta y manchas de grasa. Desde donde estaba vería salir a los pasajeros, vería pasar otra vez a Laura, su rostro lleno de alivio porque el rostro de Laura, ¿no estaría lleno de alivio? (No era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo.) Y después, dándose el lujo de ser el último una vez que pasaran los últimos viajeros y los últimos changadores, entonces saldría a su vez, bajaría a la plaza llena de sol para ir a beber coñac al café de la esquina. Y esa misma tarde escribiría a mamá sin la menor referencia al ridículo episodio (pero no era ridículo) y después tendría valor y hablaría con Laura (pero no tendría valor y no hablaría con Laura). De todas maneras coñac, eso sin la menor duda, y que todo se fuera al demonio. Verlos pasar así en racimos, abrazándose con gritos y lágrimas, las parentelas desatadas, un erotismo barato como un carroussel de feria barriendo el andén, entre valijas y paquetes y por fin, por fin, cuánto tiempo sin vernos, qué quemada estás, Ivette, pero sí, hubo un sol estupendo, hija. Puesto a buscar semejanzas, por gusto de aliarse a la imbecilidad, dos de los hombres que pasaban cerca debían ser argentinos por el corte de pelo, los sacos, el aire de suficiencia disimulando el azoramiento de entrar en París. Uno sobre todo se parecía a Nico, puesto a buscar semejanzas. El otro no, y en realidad éste tampoco apenas se le miraba el cuello mucho más grueso y la cintura más ancha. Pero puesto a buscar semejanzas por puro gusto, ese otro que ya había pasado y avanzaba hacia el portillo de salida, con una sola valija en la mano izquierda, Nico era zurdo como él, tenía esa espalda un poco cargada, ese corte de hombros. Y Laura debía haber pensado lo mismo porque venía detrás mirándolo, y en la cara una expresión que él conocía bien, la cara de Laura cuando despertaba de la pesadilla y se incorporaba en la cama mirando fijamente el aire, mirando, ahora lo sabía, a aquél que se alejaba dándole la espalda, consumaba la innominable venganza que la hacía gritar y debatirse en sueños.

Puestos a buscar semejanzas, naturalmente el hombre era un desconocido, lo vieron de frente cuando puso la valija en el suelo para buscar el billete y entregarlo al del portillo. Laura salió la primera de la estación, la dejó que tomara distancia y se perdiera en la plataforma del autobús. Entró en el café de la esquina y se tiró en una banqueta. Más tarde no se acordó si había pedido algo de beber, si eso que le quemaba la boca era el regusto del coñac barato. Trabajó toda la tarde en los afiches, sin tomarse descanso. A ratos pensaba que tendría que escribirle a mamá, pero lo fue dejando pasar hasta la hora de la salida. Cruzó París a pie, al llegar a casa encontró a la portera en el zaguán y charlo un rato con ella. Hubiera querido quedarse hablando con la portera o los vecinos, pero todos iban entrando en los departamentos y se acercaba la hora de cenar. Subió despacio (en realidad siempre subía despacio para no fatigarse los pulmones y no toser) y al llegar al tercero se apoyó en la puerta antes de tocar el timbre, para descansar un momento en la actitud del que escucha lo que pasa en el interior de una casa. Después llamó con los dos toques cortos de siempre.

—Ah, sos vos —dijo Laura, ofreciéndole una mejilla fría—. Ya empezaba a preguntarme si habrías tenido que quedarte más tarde. La carne debe estar recocida.

No estaba recocida, pero en cambio no tenía gusto a nada. Si en ese momento hubiera sido capaz de preguntarle a Laura por qué había ido a la estación, tal vez el café hubiese recobrado el sabor, o el cigarrillo. Pero Laura no se había movido de casa en todo el día, lo dijo como si necesitara mentir o esperara que él hiciera un comentario burlón sobre la fecha, las manías lamentables de mamá. Revolviendo el café, de codos sobre el mantel, dejó pasar una vez más el momento. La mentira de Laura ya no importaba, una más entre tantos besos ajenos, tantos silencios donde todo era Nico, donde no había nada en ella o en él que no fuera Nico. ¿Por qué (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) no poner un tercer cubierto en la mesa? ¿Por qué no irse, por qué no cerrar el puño y estrellarlo en esa cara triste y sufrida que el humo del cigarrillo deformaba, hacía ir y venir como entre dos aguas, parecía llenar poco a poco de odio como si fuera la cara misma de mamá? Quizá estaba en la otra habitación, o quizá esperaba apoyado en la puerta como había esperado él, o se había instalado ya donde siempre había sido el amo, en el territorio blanco y tibio de las sábanas al que tantas veces había acudido en sueños de Laura. Allí esperaría, tendido de espaldas, fumando también él su cigarrillo, tosiendo un poco, riéndose con una cara de payaso como la cara de los últimos días, cuando no le quedaba ni una gota de sangre sana en las venas.

Pasó al otro cuarto, fue a la mesa de trabajo, encendió la lámpara. No necesitaba releer la carta de mamá para contestarla como debía. Empezó a escribir, querida mamá. Escribió: querida mamá. Tiró el papel, escribió: mamá. Sentía la casa como un puño que se fuera apretando. Todo era más estrecho, más sofocante. El departamento había sido suficiente para dos, estaba pensado exactamente para dos. Cuando levantó los ojos (acababa de escribir: mamá), Laura estaba en la puerta, mirándolo. Luis dejó la pluma.

—¿A vos no te parece que está mucho más flaco? —dijo.
Laura hizo un gesto. Un brillo paralelo le bajaba por las mejillas.
—Un poco —dijo—. Uno va cambiando...


Fuente: http://www.literaberinto.com/Cortazar/cartasdemama.htm

lunes, 1 de agosto de 2011

MÓNICA CHIESA, GRAN NARRADORA


Ella: un poquito cursi, un poquito romántica, escucha a Roberto Vicario y se emociona, hasta las lágrimas.
Algunas lágrimas caen en sus zapatitos naranjas.
Ella no volverá a enamorarse porque amores y hombres pertenecen al pasado.
Ahora Morticia, su terapeuta, le dice que a los 50 lo mejor es sublimar.
Sublimar o vivir de recuerdos.

Tres únicas funciones.
ANOCHE SOÑÉ QUE LO BESABA.
un espectáculo de Mónica Chiesa
dirección de Marcelo Mangone.

VIERNES 5, 12 y 19 de AGOSTO. 20 horas.
Alianza Francesa de Palermo.
Billinghurst 1926
Reservas al 4822-5084
entrada 40 pesos, incluye copa de vino y otras delicias.
descuentos a estudiantes y jubilados
alumnos de la Alliance 2x1

martes, 28 de junio de 2011

CONTINÚA EL CICLO LITERARIO “HASTA ROMPER LAS CUERDAS”

EN SAN NICOLÁS

El miércoles 29 de junio, en el horario de las 18,30 horas, continúa el ciclo literario organizado por la Asociación Nicoleña de Escritores (A.E.N.) “Hasta romper las cuerdas… La poesía en la voz de sus autores”.
El mismo se lleva a cabo en las instalaciones del Rotary Club de San Nicolás (calle De la Nación 340, final del pasillo a la izquierda, local 15), entidad ésta que se suma al evento con su auspicio.
El nombre del ciclo corresponde a un verso del gran poeta nicoleño Andrés del Pozo, quien en su poema “Ha de volver mi sangre” sostenía -como una hermosa arenga- “Cantad, cantad poeta…hasta romper las cuerdas”.
Cada convocatoria del ciclo, de no más de una hora de duración, comporta la participación de cuatro poetas, los que leen al público sus obras por el término de 12 minutos cada uno.
Se contempla también, la realización de un cuarto intermedio donde la gente puede degustar café y dulces, e incluso adquirir las obras publicadas de los poetas participantes, que estarán exhibidas al efecto.

Poetas que leerán:

Para este miércoles 29 de junio, a las 18,30 horas, el ciclo “Hasta romper las cuerdas…La poesía en la voz de sus autores”, organizado por la Asociación de Escritores Nicoleños (A.E.N.) ha convocado a los siguientes poetas:

MARIO VERANDI:
Nació en San Nicolás, en 1926. Poeta, narrador, actor, director de teatro y artista plástico. Miembro integrante del Grupo Bonaerense “Arroyo del Medio”. Participó en distintas antologías, entre ellas: “Un siglo de poesía argentina” (SADE, 1977); “Primera antología del cuento nicoleño” (FESN,1984); “Primera antología de la poesía nicoleña” (FESN, 1986); “Anuario de poetas argentinos” (Ediciones del Dock, 1989); “Segunda antología de la poesía nicoleña” (FESN, 1992) y “Letras argentinas de hoy” (Editorial de los Cuatro Vientos, 2003). Publicó los libros: “Doce poemas” (compartido con Alfredo Omar Busch y César Bustos, 1949); “Cuadernos del hechicero I” (FESN, 1984) y “Cuadernos del hechicero II” (Primer premio poesía, en el VIII Certamen Nacional de poesía y narrativa breve de la Editorial de los cuatro vientos, 2006). Figura en el libro "Escritores nicoleños contemporáneos -aproximación a una exégesis /Tomo III" (Yaguaron Ediciones, 2007).

CELINA CÁMPORA:
Nació en San Nicolás, en 1963. Poeta. Integró el Taller de Expresión Poética de la Escuela Municipal de Lengua y Literatura "Andrés del Pozo”. Coordina Talleres literarios. Participó, con su obra en diversas antologías, entre ellas “Al filo de los nombres” (Editorial Amaru, 1992); “Segunda antología de la poesía nicoleña” (FESN, 1992) y “Mujeres poetas en el país de las nubes"(México, 2001). Publicó los libros “Revelación de la palabra” (Arte/Reda, 2001); “Presagios del escampe” (Noceda Editores, 2002); “Crepúsculo del agua” (Relámpago Ediciones, 2004) y "Libro de las puertas" (Editorial Vinciguerra, 2008). Figura en el libro “Escritores nicoleños contemporáneos – aproximación a una exégesis / Tomo II y Tomo III” (Yaguarón Ediciones, 2005 y 2007).

MARÍA EUGENIA MAIZTEGUI:
Nació en San Nicolás, en 1972. Poeta y narradora. Integró el Taller de Expresión Poética de la Escuela Municipal de Lengua y Literatura “Andrés del Pozo”. Coordinó talleres literarios. Participó, con su obra, en diversas antologías, entre ellas: “Perfiles del fuego” (Faro Editorial, 1993) y “Tijeras en el viento” (Yaguarón Ediciones, 1994). Publicó los libros “Poemas bajo llave” (conjuntamente con María Cecilia Civlotti, Silvia Mathieu y Cintia Bravo, Dei Genitrix, 1998); “Voces clandestinas” (Faja de honor de la SEP y la ADEA - Ediciones Relámpago, 2000) y “Voces de un país en lluvia” (Primer premio Certamen Nacional de poesía y Cuento Junín País / Ediciones de las tres Lagunas, 2003).


MARTA RUFFINI:
Nació en San Nicolás, en 1940. Poeta y narradora. Integró el Taller de Expresión Poética de la Escuela Municipal de Lengua y Literatura” Andrés del Pozo”, y participó con su obra en las antologías de dicho Taller, “Tijeras en el viento” (Yaguarón Ediciones, 1994) y “Ángeles de sobremesa” (Yaguarón Ediciones, 1997). Asimismo, integró otras publicaciones antológicas, entre ellas, la “Segunda antología de la poesía nicoleña” (FESN, 1992); "Génesis y perduración" (Dei Genitrix, 1998); "El ojo de los dioses" (Ediciones Kabhalah, 1999); "Hacia el tercer milenio -Tercera antología de la poesía nicoleña" (FESN, 1999). En el año 1998, el sello editorial Yaguarón Ediciones, le publico su poemario “Plegar la noche" y en el año 2009, su libro de vivencias "Postales de la memoria".


Cabe destacar que el presente ciclo es totalmente libre y gratuito para todo público y se invita a todos los amantes de la poesía lugareña a participar del mismo, apoyando de esta manera a nuestros poetas.

martes, 21 de junio de 2011

CHAU MAMA, ME VOY P’AL CIELO

En la familia Batalla, el que no es médico es loco.... Y no hay ningún médico en la familia. Eso solía decirse cuando se remitía a la genealogía de uno de los apellidos más populares y también más queridos de nuestro pueblo. Porque los Batalla eran buena gente, casi todos muy trabajadores, vecinos sin abolengo pero con muchas virtudes. Eso sí: tenían fama de ser de arranques repentinos, en frío. Poco les costó entonces apropiarse todos los Batalla del apelativo de “Loco”, que fue cayendo como cascada hereditaria en cada uno de los nacimientos masculinos. Si era varón, sería el Loco Batalla, no importaría si resultara ser un hombre atinado y prudente, médico, barrendero o pacifista. Igual aquí, se nace y se vive en razón de las definiciones precisas y -en muchos casos exageradas y hasta injustas- de una sociedad ávida de motejar a los demás.
Roberto Batalla sería el cuarto varón de la familia. Y este sí que se lo ganó rápido al apodo. Apenas en la escuela primaria, provocó la renuncia de una maestra que al descuidarse, permitió que el niño hiciera de Tarzán hasta la comisaría vecina, con una soga que colgó de la planta de pipas. Su arribo aéreo a la zona policial estimuló el alboroto de algunos presos momentáneos que por poco se le amotinan al comisario. De chiquito le gustaban las alturas. A los ocho años ya mostraba orgulloso las marcas de sus travesuras: fractura expuesta en el codo izquierdo producida por una caída de cinco metros de altura, cuando quiso bajar un nido de cotorra desde un viejo eucalipto.
Por eso, que a los treinta años se le ocurriera experimentar con aquella idea, no asombró a nadie. Si la cigüeña –que es bicho pesado- vuela, el hombre debe volar. Esa premisa lo siguió al Loco durante largo tiempo, y tanto la repetía por todos lados, que terminó por creérselo definitivamente, y así, obrar en consecuencia.
Lejos habían quedado ya las experiencias de comer lombrices, o esconder los ojos detrás de una hinchazón prominente por picadura de abejas con las que –según el loco- mantenía un fluido diálogo sobre cosas profundas.
Lo del peso de la cigüeña no tiene demasiado fundamento técnico, pues ese ave ciconiforme no llega a pesar más de tres kilos. Tal vez la extensión de dos metros de una ala hasta la otra, quizás la longitud de un metro del bicho, a lo mejor las características morfológicas cuyo contraste entre el color blanco de su cuerpo y el negro del final de las alas, o el pico largo, o sus patas altas y rojizas, hayan impresionado tanto al Loco Batalla como para decidirlo a la comparación con el Hombre-Cigüeña, y su argumentación respecto de aquella idea trabajada minuciosamente durante tanto tiempo.
Por lo demás, no tiene mucho punto de coincidencia. La cigüeña se alimenta de roedores, reptiles, peces y langostas, y pone huevos. Pero hay un elemento que probablemente haya seducido al Loco Batalla para relacionarla con el ser humano: el vuelo. La cigüeña anida en árboles de gran porte, así como en edificios altos de los pueblos, en sitios complicados para el acceso de personas tales como campanarios de iglesias o chimeneas. Y en el campo se la suele ver después de las cosechas, cerca de lagunas o cualquier espejo de agua. En definitiva, es un bicho libre, acróbata, migratorio.
Seguramente todas estas cuestiones hayan apasionado tanto al Loco Batalla para decidirlo a comenzar con la construcción de un arquetipo similar a las formas de la cigüeña, una estructura liviana y lo suficientemente equilibrada en peso, medidas y articulación que lograsen que un hombre pudiera volar por motus propio, sin la ayuda de motores ni combustibles. Vuelo a sangre, o vuelo a viento nomás, repetía el loco en el café del club, ante sus amigos y parientes, y sólo, en el galpón del fondo, donde alistaba alambres, plumas, pegamento y trozos de tela.
Cuando consideró que todo estaba listo, y luego de haber realizado varias pruebas en pista, dio la noticia a su familia. El domingo, a las diez de la mañana, tendría su vuelo de bautismo. Lo comunicó en el almuerzo, que era el momento de reunión familiar, y les pidió que estuvieran todos. Que en próximos vuelos tal vez invitara a otra gente, vecinos y amigos, pero que por ser el primero prefería limitar el privilegio a su entorno inmediato, lo cual emocionó a su madre, provocó la tos nerviosa de su hermano menor y un silencio mezclado con descreimiento por parte del resto de los comensales.
El tiempo se convirtió en cómplice de la heroica aventura del Loco Batalla. Era una bella mañana de sol, con la brisa regular de la cercana primavera y la escasa humedad que permitió que los techos de los extensos galpones de la casa de campo evaporaran pronto los últimos vestigios de rocío. La familia se reunió en su totalidad, en tierra, a unos veinte metros del galpón tal como lo solicitó el futuro hombre cigüeña. El Loco subió la escalera, ayudado por su hermano más chico, el más enfervorizado entusiasta por lo que vería en instantes y al que se notaba menos perturbado. El pequeño lo ayudó también a subir la estructura de vuelo: dos alas enormes y un armazón de alambre, dentro del cual, el Loco Batalla se lanzaría al vacío.
Cuando todo estuvo listo, el Loco se dirigió caminando lentamente por el techado de los viejos galpones, en dirección contraria a la zona de despegue. Su madre había entrecruzado ya los dedos de sus gastadas manos, rezando en voz baja. Los demás miraban fijamente la punta del techo del galpón esperando nerviosos la llegada del hombre. Fue un instante de dudas para ellos. Unos, pensando en que podría caerse con desenlace trágico, otros, especulando interiormente con un futuro promisorio para todos, porque si salía bien, eso iba a trascender y posiblemente derivar en próximas presentaciones con alguna recaudación extra a los ingresos económicos del hogar. ¡Ahí viene! –gritó el más chico- y comenzaron a oírse las fuertes pisadas sobre las chapas, cada vez más cerca, cada vez más ruidosas.
Cuando hubo llegado casi al borde del techo, el Loco Batalla, jugado en su carrera, dio el grito de guerra: ¡Chau mama, me voy p’al cielo! Y se arrojó al vacío, extendiendo una longitud de brazos y alas de casi cuatro metros. Los siguientes tres segundos transcurrieron entre confusiones, choques y gritos de la familia, algunos buscando ayuda para llamar una ambulancia, otros, para tratar de sacarlo de la parva de guinea. La pluma de un ala se fue volando suavemente hasta perderse pronto en la mañana tibia.


Elvio Zanazzi

domingo, 12 de junio de 2011

MARTÍN PALERMO


Dicen que la capital de Sicilia se llama Palermo desde tiempos milenarios. Discrepo con esa posición. Puede ser que sus habitantes crean en esa corriente histórica, pero se sabe que a veces, la historia de justifica por repetición y no por veracidad científica. Palermo se llama así desde el 30 de septiembre de 1997 cuando una tarde soleada, a pura tinta rubia, un tal Martín hizo, con su pierna cambiada el primer gol en Boca. De allí surge, parece, el nombre de Palermo para la capital de la estoica isla italiana. Es una gentileza boquense para con los italianos que enviaron del norte el cántico xeneise y recibieron para el sur el nombre del gol para Sicilia. Así, un héroe milagrero navegó los mares de Europa, aunque radicado siempre en el corazón del Riachuelo, ese charco oloroso, gardeliano y centéyico. Más de doscientas veces hizo que ese objeto mágico llamado Pelota entrara en los tres palos para gritos y cantos, lágrimas y delirios. ¡Tantos erró!, critican los contrarios.. Pero yerran los que van decididos a lograrlo, los que se juegan la vida en el intento, los que no especulan con derrotas ni vergüenzas. Por eso es mentira que la capital de Sicilia se llama Palermo desde antes del 30 de septiembre de 1997, es un error óptico, un nuevo escándalo italiano. Si basta con recorrer algún domingo cualquiera, una tarde de choripanes y canciones, una cancha que late y que suspira y un leve viento que a pasos se agiganta con un canto milagrero y la voz de pueblo que empieza con P.

Elvio Zanazzi

martes, 26 de abril de 2011

ROJO


"arderá el amor, arderá su memoria"
FRANCISCO URONDO

Arde este fuego mío,

no en lenguas rojos

no en fogatas de eucaliptus.

Dragón en las entrañas

expulsando llamas de la boca.

Antorcha de besos

recorre,

perpetúa

en el canal de la memoria.

María del Carmen Ferrario

sábado, 5 de marzo de 2011

COMENTARIO III (Jorge Boccanera)


de: La comida pobre (Aguafuerte, 1904) Picasso

Sentados de un mismo lado de la mesa
Pedro tomaba a Nora por el hombro,
escuchaban la lluvia lamiendo los rincones
pero no se miraban.

Mirarse era pensar tenemos hambre.

Jorge Boccanera
(del libro Contraseña)

viernes, 4 de marzo de 2011

VIOLETAS

Si viera usted cómo ha crecido el gato
Y el año cómo dio zancadas atléticas
Si observara la noche con estrellas corriendo
Y un señor con su bata dejando estelas en la madrugada…

Si usted viera
Cómo se diluyeron en minutos las violetas y los recolectores de residuos
La gente que espera el colectivo
Y la canción que habita sus notas en el nervio auditivo..

Y sin embargo
La eternidad de este amor mora su férrea vocación de caricias.

Elvio Zanazzi

martes, 1 de marzo de 2011

Mariela


Tendida tú de verde y maravilla
Ya me acosté, dijiste, y el cerrojo
pulió sus mandamientos en la almohada
como una mansa cachorrita de pastora.
Abdomen descansando su postura
al trémulo regazo de la sábana
Y un verde que te cubre lo tierno de la espalda
un verde fe, aceitunada espina de dorso y madrugada.
Toco ahora tu pie, pequeño y quieto
como una piedralisa de la playa
que se deja rozar por las auroras de todas las batallas.
Tu nariz es un puente de pequeños quejidos,
una leve melodía de conciertos aireados y sinfónicos ritos de mar en la penumbra de las playas.
Y tu boca…
Qué decir de tu boca que aflora como un pétalo del rosal más austero de mi costa de infancia…
Esa boca comible, nada estentórea, toda carne de tiernas pariciones
Y esos labios rellenos de sabrosas palabras.
Esa eres tú, durmiendo
blandiéndome el latido en cada palma.


Elvio Zanazzi
16 de febrero de 2007 – Dos y veinte de la mañana.

domingo, 27 de febrero de 2011

MANUAL DE MAYORÍAS EN BUENOS AIRES


EN EL MES DE MAYO ESTAREMOS PRESENTANDO EL ESPECTÁCULO DE NARRACIÓN ORAL "MANUAL DE MAYORÍAS" EN LA MANZANA DE LAS LUCES, CAPITAL FEDERAL.

ESTA CONTADA ES EL RECORRIDO POR LA VIDA DE CINCO AMIGOS Y SUS PEQUEÑAS, GRACIOSAS, FUTBOLERAS, DIFÍCILES HISTORIAS. CON HUMOR, DRAMA, ALEGRÍAS Y ALGUNAS PENAS, LAS PEQUEÑAS BATALLAS DE ESTOS CINCO AMIGOS VAN DESDE LA NIÑEZ Y LOS JUEGOS HASTA LA JUVENTUD Y LA PELEA DIARIA POR VIVIR SENCILLAMENTE; AUNQUE CUESTE, LA VIDA, VALE LA PENA.


LA FUNCIÓN DURA 50 MINUTOS Y ES UN UNIPERSONAL CUENTACUENTOS QUE RELATA LA HISTORIA DE CINCO MUCHACHOS A TRAVÉS DE UN TEXTO ORAL QUE INCLUYE ADAPTACIONES DE CUENTOS DE DISTINTOS AUTORES. LOS CUENTOS TIENEN NEXOS ENTRE UNO Y OTRO Y UN GUIÓN QUE INCORPORA TAMBIÉN UN CUENTO DE ELVIO ZANAZZI Y ALGUNA HISTORIA FUTBOLERA RESCATADA DE LOS PUEBLOS.

CONSERVACIÓN


Los vencidos siempre fueron despreciados en su ocaso por los que ayer los quisieron.
Rafael Amor


Asomo a la realidad.
Por la perilla de la sofisticada puerta se bambolea un mundo de cristianos y relámpagos. A cada relumbrón va un azote; a cada azote una peregrinación de voluntarios.
El delicado asunto del dinero, como dirían Prevert y Castillo, conserva la propiedad privada de los privados amaneceres.

Elvio Zanazzi
14 de julio de 2009

viernes, 25 de febrero de 2011

POSESIVOS

DISTRACCIÒN

El olvido es compañero de la ceguera cínica que envuelve a esta sociedad.
Diego Ratto


Me niego a compartir el olvido.
Resisto a la ignominia de los pretéritos descuidos
de los recuerdos que no llegan
los que han perecido en viejas páginas que ya no se escriben.
Persistir en la magia de la santa rita, en el aroma de los tilos, en la tibia solidaridad de los vecinos. Soy posesivo de esa menta.

Elvio Zanazzi
02 de febrero de 2007

jueves, 24 de febrero de 2011

Exagerar

2. tr. Decir, representar o hacer algo traspasando los límites de lo verdadero, natural, ordinario, justo o conveniente.

¿Exagero, amor?
Cuando traspaso los límites de lo verdadero. Si tú estás más allá de lo cierto que me tenía reservado el dios de la agonía, el Zeus de la cultura monolítica, monogámica y certera, la que nos asegura una muerte de olvidos.
Cuando me excedo de lo natural, porque no es natural que te ame tanto; es sobrenatural que se me vuele el jopo, que no duerma seguido, que amague con mirarme en el espejo para encontrar la parte de ser otro.
Cuando intento salir de lo ordinario, navegar las regiones abisales para encontrar extraordinarias criaturas como tú.
Cuando pretendo salirme de lo justo, de la impronta de los noticieros que indican la veracidad de la justicia, cuando pongo el acento en el amor y me olvido de códigos penales impuestos a fuerza de resignaciones.
Cuando apuesto a las inconveniencias de tu ternura ante la conveniencia precisa de la pena.
¿Exagero amor?
Soy un exagerado, que te ama.

Elvio

jueves, 27 de enero de 2011

jueves

Buscar el trigo, ansiarlo, venerarlo, ponerlo en el borde para que lo vea el cielo.
Y estar hambriento de pan, pesado de harina, ahogado de un polvo que no es de nadie.