LEONARDO CASTILLO

LEONARDO CASTILLO


Nace en Villa Ramallo, en Julio de 1931. Como lo dice en su poema es un “Hombre desde acá”, lo cual hizo impermeables los conceptos de la gente que le sugería que para triunfar debía instalarse en ciudades más pobladas. Cuando se le pregunta por sus inicios literarios él se remonta a la escuela primaria, a un libro de cuarto grado, y puntualmente a un cuento que les hizo leer la maestra. La historia se llamaba “Skiold, el rey que vino del mar” y relataba la llegada de un barco a un pueblo sin que de ese galeón bajara nadie. Dice el relato que la gente subió a la embarcación encontrando sólo a un niño muy pequeño que el pueblo adoptó como hijo. Y con las años ese niños se convirtió en rey del pueblo defendiéndolo de los invasores y llevándole prosperidad a sus ciudadanos. Pidió el Rey que al morir lo pusieran otra vez en el barco. Y así fue. Y el barco partió. La historia terminaba allí pero Leonardo supo darle otro final y explicárselo a sus compañeros. Él imaginó que ese barco se fue a otro pueblo, a hacer las cosas necesarias donde hacen falta. Fue un lector de amanecidas. Solía desaparecer semanas enteras, fingiendo viajes que no existían. En esas encerronas acumulaba conocimientos y se debatía con los autores clásicos y otros más contemporáneos.
Escribió su primer libro, La Magia más Vieja en los nueve días que duró su detención en la comisaría de Ramallo durante la dictadura de Onganía, en 1969. Castillo fue uno de los tantos ciudadanos argentinos que el régimen dictatorial quiso poner a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. La Magia más Vieja, obviamente es la Libertad. Dos cosas hizo el poeta estando preso: Escribir y una huelga de hambre. Paradójicamente mientras el Negro Castillo estaba preso escuchaba cómo gritaban los niños de la escuela N1, pegada a la Comisaría y se preguntaba ¿Qué más necesito para ser feliz?
En 1971 participó del Festival Nacional de la Canción, que por primera vez, se realizaba en el marco del Festival de Cosquín. Allí ganó el Primer Premio con el tema “El Potro Mario” que fuera musicalizado por Angel “Cacho” Ritro, quien fuera integrante del legendario grupo Los Andariegos. Aquí hay que mencionar que con esa canción le ganó a compositores de la talla de Manuel J. Castilla y Ariel Petrocheli entre otros grandes. La canción fue interpretada por Cesar Isella, siendo luego grabada por una gran cantidad de músicos entre los que puede mencionarse a Mercedes Sosa, Hernán Figueroa Reyes y Víctor Heredia.
En 1972 viajó a México representando a la Argentina en el Festival Internacional organizado por la Confederación internacional de Sociedades de Autores y Compositores. La canción que nos representó fue “Si un hijo quieren de mí”, letra de Leonardo y música de Ángel Ritro. Allí obtuvo el Tercer Premio, resultando luego un clásico grabado por Mercedes Sosa, Los Andariegos, Mariam Farías Gómez, Marikena Monti, Ginamaría Hidalgo, César Isella y otros artistas.
En oportunidad de filmarse la película “Los Gauchos Judíos”, dirigida por el cineasta Juan José Musid, le es encargado a Castillo la composición de las cinco canciones del film para lo cual debió elaborar las letras en base al guión y a la música que había compuesto para tal fin Gustavo Beytelman. Ginamaría Hidalgo pidió que Castillo fuera el compositor de las canciones porque según ella “No hay quien le cante mejor a la ternura…”. Cuatro canciones fueron grabadas por Ginamaría y la quinta fue interpretada nada menos que por Alfredo Zitarroza.
El gran músico chileno Rolando Alarcón se hizo eco de la obra de Leonardo Castillo y editó un disco completo musicalizando La Magia más Vieja.
Antes del golpe militar en Argentina, cuando la Triple A comenzaba la masacre, Leonardo debió partir al exilio, encontrando en España un notable tiempo de composición. A pesar del dolor de las ausencias, pudo reunirse con destacadísimos músicos y escritores haciendo de la palabra un testimonio militante en cuanta oportunidad se presentara. Llegó a compartir escenario entre otros, con Joan Manuel Serrat y Alfredo Zitarrosa. En España editó su segunda obra escrita: Un Pueblo sin Medallas , que fuera también traducida al italiano. Mientras tanto el músico argentino Ica Novo editaba un disco que llevó por título el nombre de una de las canciones de Leonardo: “Cuando el hombre va en Camino”.
En España se editó también un disco que Castillo compartió con músicos argentinos y españoles y cuyos derechos fueron donados íntegramente al pueblo de Nicaragua.
En 1984 regresó a nuestro país, con el retorno de la democracia, y desde su vieja casa de Villa Ramallo continuó abriendo espacios y ofreciéndoselos a los demás. Es habitual ver en su casa amparada de ciruelos y de brevas, a los jóvenes que lo visitan para compartir sus tardes. Dirigió en su pueblo un taller literario gratuito que derivó en un libro antológico de todos los integrantes del taller. Se llamó “A las dos de la Tarde”.
En 1995 el pueblo de Ramallo le brindó un merecido homenaje realizándose talleres de plástica, música y literatura en base a su obra y culminado con un recital al que asistieron músicos, escritores y amigos entre los que pueden mencionarse a Los Quilla Huasi, Ica Novo, Anibal Sampayo, Fabián Sosa y Ángel Ritro. Quedó inédito un libro que él llamó “Canon de un Extranjero”.
Antes de partir, y por iniciativa del entonces Diputado provincial Ricardo Gorostiza, fue declarado Poeta Ilustre de la Provincia de Buenos Aires.
Nos dejó el 15 de Diciembre de 2006 pero vive en sus obras y en la memoria de todos nosotros.



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La magia más vieja




Leonardo Castillo











El 30 de Junio de 1969, después del cordobazo, comienza un operativo de encarcelamiento político que, según el Ministro del Interior, alcanza a 570 personas en todo el país. Otras informaciones aseguran que la cantidad supera el millar.
Cuando se me detuvo encontré para mí dos armas. Una: la huelga de hambre hasta que el hueso del canto se quebrara, dos: escribir hasta que el hueso del canto me reemplazara. Utilicé las dos por la sencilla razón de que no tenía más; por la simple razón de que mi gente tiene la virtud de entibiarme la sangre con gestos profundos. Yo estaba allí, con ellos y sin ellos, a puro silbo y golpe, tratando de inventar caminos para la vida o el silencio, porque el rito de la ternura va y viene incansable entre nosotros.
Fueron ocho días. El libro fue escrito en esos ocho días con sus noches, salvo el último poema que nació en la libertad del aroma, con los gallos cenizos de mi luna y con los pies encima de esta tierra, a la que los ciegos de siempre quieren convertir en un desgraciado campo de batalla.
Durante el encierro escribí de la misma forma que conversamos en el patio de un amigo, con el mismo apuro con que soltábamos “coplas arriba de la medianoche” improvisando, años atrás, con cuanta cosa ocurriera en ese otro momento de la amistad, con algo que se pareció a la payada y con mucho de matar horas en un ejercicio que se fue perdiendo gracias a verdades más urgentes. Así escribí, recuperando algo dormido y latente; una manera, como cualquier otra, de ponerse de pie mientras giraban a nuestro alrededor los paraísos o el arroyo, el hombre decampo y la lluvia, la tristeza que nos dejan los que se fueron buscando otro lugar de crecimiento, y la alegría de saber que mañana tendríamos otra noche para compartir como una fruta.
Los años han pasado desde aquellas “coplas arriba de la medianoche”. Cada uno ha recorrido su parte. Las verdades más urgentes que nombro pueden haber nacido después de leer las noticias más pequeñas, las más ocultas, las que nos enteran de nuestra condición de latinoamericanos esclavos de un poder sordo y voraz, que no sabe ya con qué mano será mejor estrangularnos, que no se sabe si es mejor aplastarnos con su propio ejército o con el de los Estados Unidos, como ya ocurrió en algunos países de América Latina.
En lo que a mí respecta escribo poesía, y el 30 de junio estaba escribiendo poesía. Lo hacía y lo hago convencido de que no puedo acumular otra cosa para ganarme novias de 5 a 10 años, compañeros de 5 a 10 años y hermanos de 20 y 70. Con ellos me acompaño por donde quiera que vaya, sus ojos y sus manos me van indicando las puertas que debo abrir, los paisajes que debo cantar, los ríos que debo fijar en la memoria de otros hombres y la inocencia que debo defender. Pecados éstos que los gobiernos actuales no pueden permitir; tremendos pecados que la mayoría de nuestra oficialidad militar, personera de la vieja oligarquía no dejan cometer. Pero ocurre que, con permiso o sin permiso, lo que digo anda, descansa en los árboles, va por la boca de otros hombres, se despereza en la madrugada sin haber dormido y vuelve a estallar en mi sangre sin que yo me proponga tanto y no para, y ése es el problema. Independiente de mí, de mis caídas, algo se levanta con fuerzas que racionalmente no conozco, pero que están aquí, en la sangre de siempre, para tenerme vivo en una geografía que necesariamente debo dar.
Vaya, pues, esta magia más vieja, la Libertad, para los que hicieron y hacen que su rastro sea más profundo y más caliente. Para los que aprendieron antes que nosotros a decir NO cuando parecía que “sí” a media voz era solución o seguridad. Para los que nos esperan y dimos promesa de volver.

























Palabras desde un calabozo


























El calabozo tiene una magia antigua, pero la nuestra es mucho más vieja. Sólo ella nos puede salvar.
























Gran parte de la magia consiste en los siguiente: detenerse cuando los demás no hacen otra cosa que andar sin ton ni son, caminar cuando los otros están detenidos sin por qué ni para qué, sumergirse hasta más arriba del cuello en los seres humanos. Si después de esto aún se puede respirar, el magiodromo espera. El acto ha comenzado.





















Casi inmediatamente inicié la huelga de hambre. No tengo otra arma. Esta huelga y nada más. Por mi pueblo, por mis niños, estoy dispuesto a dejar mis huesos en el calabozo. Amén.


























Se puede conversar con el preso.
Y llega la familia, y vienen los amigos.
Alguien me relata estas horas que ya nos apartan.
Y muy juntos, después que se van, seguimos charlando de nuestras simples cosas.

























Se quema el rastro en las llamas
y algo del grito se queda.
Hecho de copla y guitarra
copla y guitarra lo sueltan.


















LOS HABITANTES


Si tu eres mi enemigo
la casa estará cerrada.
Alto muro de silencio
en las puertas y ventanas.

Si a muerte vienes doblando
te cruzarán mis amigos
con la vara de la rosa
crecido junto conmigo.

Mi casa parece nada
vista de afuera,
el patio sube callado
por las higueras.
Las sombras llevan un grillo
como de arma,
desde la higuera misma
llevan su carga.

Si estoy dormido en mi casa
alguien me cuida el naranjo.
No quieren saber la cara
ni el relámpago del brazo
del que vigila en mi casa
cuando en mi sueño trabajo:
Tiene millones de caras,
tiene años el relámpago.

Si te sientes mi enemigo
es mejor que vayas lejos
con tu fuego de locura.
Rosas de vara pura
y olas de viejo amigo
te acechan desde los vientos.

Si te sientes mi enemigo
te digo.
Yo te digo
si tú eres mi enemigo.




Nadie ha podido quemarme
por más que intenten hacerlo.
El viento apaga las llamas
antes que lleguen a incendio.

Y si algún día cayera,
por esas cosas que pasan,
quedará en pie lo que nombro:
me sobrevive la casa.

















Si tomo el hacha entre mis manos tumbaré a ese vecino poderoso que me apura y me ahoga.
Esto lo dije hace muchos años, o así viví, que es lo mismo; y el egoísmo, mi egoísmo, cayó quejándose por los cuatro costados. A veces, el muy tonto, quiere levantarse y andar de paseo.















Yango, Yango. Es una palabra extraña, es un nombre párale pie, es un nombre de paso: Yango – Yango – Yango -. Es un nombre de caminar, es un nombre de caminar con los zapatos llenos de lluvia. Yango – Yango, llenos de agua mis zapatos; llenos de lluvia. Es importante caminar, cuando salga le diré a la gente QUE HAY QUE CA – MI – NAR; caminar leguas y años, caminar siempre. El único peligro de caminar es el cansancio, para eso hay que agarrar las dos orejas del cansancio y de golpe ARRANCARSELAS.
Cuando pase el cansancio cerca nuestro, ya sin sus dos orejas, no podrá escucharnos y pasará de largo.









COPLAS DEL PIE


La noche no es buena amiga
del que la empuja descalzo.
El pie anda y averigua
el por qué de cada paso.

Es mejor andar de día
entre nubes y naranjos.
Sólo el pie sobre la huella,
calladito y sin cansancio.

Si el pie averigua las cosas
es muy capaz que se planta.
A veces larga preguntas
que te ahogan la garganta.

Es mejor andar de día
porque el pie se decide.
No conviene andar de noche
para que el pie no averigüe.

Y si nos toca la noche
hay que andarla con cuidado:
después que dieron las doce
a cada pie su calzado.



En Tafí Viejo ha muerto Elba Susana, dice el diario de este 2 de julio de 1969.
Murió durante los incidentes entre huelguistas y policías ferroviarios. Ayer, cuando la noticia de su herida, tenía 3 años. El padre ha dicho que la policía disparó contra un grupo de obreros.
Ayer, la noticia dijo que Elba Susana jugaba en el patio de su casa y una bala le rompió el vientre y salió por su espalda; la herida, según la noticia, tenía 4 centímetros de diámetro. Una rosa que yo hubiera querido besar.
Y que me digan ahora, y que me digan; los invito a conversar señores; quiero escucharles decir que fue una tragedia, que fue un lamentable accidente, que la vida continúa. La propiedad privada sigue abrigada, protegida; llena de serpientes y veneno.
¿Quién me da un jazmín por Elba Susana del Valle?
Cambio una calesita de caramelo y todos mis versos por Elba. ¿Qué no? ¿Qué no sirven esta calesita y todos mis poemas para pagar el rescate? ¿Y qué debo hacer yo para que Elba regrese a la vida y me enseñe a contar hasta diez? ¿Qué hago yo con mis poemas entonces; me los como y vuelo, vuelo hasta donde Elba Susana dejó su campo de sangre?
Sí, vuelo.
Pero primero deseo saber dónde juegan los hijos de los generales, de los terratenientes, de los que hierven en la Bolsa de Comercio. Yo me guardo mi llanto hasta entonces. Quiero saber si estos niños son distintos a Elba Susana. Quiero saber si tienen cola, si duermen en camisones de amianto.
Hoy, 3 de julio, el diario dice que tenía 4 años; ayer dijo que tres. La han envejecido un año en un día, con lo cual la rosa de sangre en su vientre ha florecido dos veces. Y yo digo, también, que en un día hemos envejecido un año; en consecuencia. . . es hora de ajustar las cuentas.
Eso digo, mientras a las cuatro de la tarde siente como crece el alboroto en el patio de la escuela, aquí, en Ramallo.









PALO FIJO

He venido desde lejos
a cantar una baguala.
La tarde se ha puesto mala
y ante la noche se cae,
pero soy el responsable
de la gente que me aguarda.

He venido desde lejos
a contar una baguala.

El que tome de mi vino
siempre dirá lo que sabe:
golpes de palo fijo
para marcar los finales
buscando los apellidos
y el nombre de los culpables.

He venido desde lejos
a cantar una baguala.

Encerraron por ser libre
al aire en un calabozo,
cuando el aire salió libre
salió pechando furioso.

El aire tumba paredes
como buscando la huella.
Qué cosas no tumba el aire
cuando lo sopla mi tierra.

He venido desde lejos
a cantar una baguala.

Golpe de palo fijo,
golpe de palo fijo:
una baguala.

Golpe de palo fijo,
golpe de palo fijo:
hasta cansarla.


























Ahora, en el calabozo de enfrente, encierran a un borracho.
Le hago llegar un cigarrillo, nos miramos desde los ventanucos y el hombre agradece; yo le sonrío. Esta mañana se ha ido.























Los policías cercanos, amables, quieren que yo empiece a comer. Nunca nos entenderemos, ni creo que yo deba explicarles que por ellos también estoy peleando.



















EL MAL TRABAJO, MI GENERAL


Pobrecita la llave,
fría y callada;
días de vuelta y vuelta,
siempre mandada.

Llave de andar cerrando
puertas oscuras
por un sueldo miserable,
y por las dudas.

Pobrecita la llave,
a veces veo
como tapan su boca
y los deseos.

Hay días que sale,
viste uniforme:
así de gala
se cree un hombre.

Y cuando llega la hora
de andar sin ropa
le pego el grito,
le canto coplas.
Esa es la hora
en que la llave
me escucha y llora.

Pobrecita la llave,
¡tanto suplicio!
No sabe qué hacer conmigo,
ni con su oficio.
























Ahora me gustaría escuchar una guitarra. Esta noche.
Podría ser la guitarra del Negro Gómez, o la de Beto, la de Raúl o Cacho.
Puede que venga Roberto con su guitarra. Una guitarra lenta, profunda, como cuando nace el jazmín. Esta noche.
La guitarra vendrá del río y hasta el río volverá para dormir sus sueños.
Y recuerdo aquellos, mis viejos versos que algunos conocen.

La noche se hará
con ceibo lunar.
Los dedos del agua
guitarras de piedra
vendrán a tocar.

Esta noche, para esta llama mía.











LA NOCHE EN SU JARRA


La noche tiene su jarra
para que alguien la beba.
Entra rocío a los dientes,
se hace misterio en las venas.

Jarra de azul transparente,
asa de fino escamado
que nos templa desde lejos
cuando va de mano en mano.

Pero es vacía y oscura
entre los hombros pequeños
que le utilizan la sombra
para vivir como dueños.

Se aleja del solitario
lo que desborda la jarra.
Aquél que cierra la puerta
nunca bebió de su magia.

La noche crece las uvas
tan maduras y tan altas
que hasta parece mentira
el sueño que nos desata.

La noche tiene su jarra
para que el pueblo la beba.
Entra rocío a los dientes
se hace calor en las venas
y lo declara naciente
de luna, río y cosecha.

Siglo de azul transparente,
asa de fino escamado,
arma del hombre nuevo
cuando va de mano en mano.




















Hace muchos años me dijeron que un ala suya cayó aquí cerca.
Me dijeron, hace muchos años, que al dormido plumaje del pecho lo recorrían unas gotas calladas, calientes y rojas: esas plumas lloviznaron en la cansada curva que hace el río para doblar perezoso hacia el sur.
Hace muchos años.
Hace muchos años me dijeron que en ese invierno, sospechosamente, despertaron los jazmines su magia de verano para que un pájaro, un solo pájaro, vistiera de nuevo sus pequeñas nubes de sonido y retorno.
En esta curva, donde el río dobla perezoso, trepó hacia el viento que lo había llamado.
Los viejos dicen que esa noche los culpables no durmieron temiendo la desgracia, y que los niños, alejados de aquellas luces que salían de puertas y ventanas, jugaron hasta el alba.









COPLAS DEL OFICIO



Si alguien pregunta por mí
digan que estoy trabajando,
y que no puedo volver
si no termino el trabajo.

Hago rosas de neblina
con guardapolvos de mayo,
y con gotas de mi vino
le crezco a la rosa el tallo.

Al vino lo hago por marzo
con tres bailes y una fiesta,
le pongo el alma en un vaso
y una estrella de etiqueta.

Al vaso lo hice una noche
juntando cuatro luceros.
Cantaban a cuatro voces
en la rama de un ciruelo.

El ciruelo crece ancho
como las calles del mar.
Su follaje estalla en cantos
que nadie puede parar.

Si alguien pregunta por mí
digan que estoy ocupado.
Lo entiende bien el ciruelo
porque de allí no me bajo.




































La policía me trata bien (los policías me tratan bien), pero soy el único preso en todos los calabozos. Aquí parece que no hay explotadores ni ladrones que encerrar. ¿Podré preguntar a la policía el por qué?
















LA PREGUNTA





Hay gente que en la pregunta
es gente sabia,
pregunta por una calle
o alguna casa,
y hay gente que en la pregunta
más bien se calla.

Prefiero si me averiguan
qué cosas pienso
antes que me investiguen
si como y duermo.

Hay gente que en la pregunta
no da la cara,
prefiere morir en duda,
más bien se aparta.
Hay gente que en su pregunta
no dice nada.

Por eso me gusta el hombro
que va buscando
a cada pregunta suya
su justo brazo.






Ha llegado Sergio. Entra como el hombrecito que es, y me abraza. Me regala un cuadro pintado por él. No puedo hablar. Pasa el bracito detrás de mi nuca y lo deja sobre mi hombro. Entonces llega el verano. No sé qué le digo, realmente no sé.
Hace tiempo que presiento la raza de Sergio, es de esta raza nuestra. Si se queda un minuto más será difícil para mí. Me hubiese gustado que me viera de pie, no tirado en esta cama de calabozo. Sé que no tengo nada que explicarle, él lo sabe todo: estamos peleando al lado de los suyos por los chocolatines y los helados, y las escuelas y los zapatos. Los vamos a conseguir, seguramente.
Me ha quedado en el hombro, como un vellón de lana blanca; ahora cumple años, en cualquier parte, una paloma rubia.
Aquí se ha instalado el verano. Se quita los zapatos y la camisa para echarse a mi lado, allí, en el cuadro de Sergio.














Me encuentro capaz de golpear trescientas mil veces en el día una pared o una mesa, con este dedo, nada más que para llegar a los trescientos mil golpes. Lo demás me lo callo.























Al lado de mi calabozo, pegado a él, un poco más allá de esta pared, hay una escuela. Siento la campana y escucho cómo los niños desatan un millón de pájaros. ¿Qué otra cosa necesito para ser feliz?


















Esta escuela, aquí al lado, con sus campanas y sus pájaros me recuerda mi época de escolar. De todas mis maestras una ha muerto. La señora Leonilda.
Esta noche vendrá a ver qué pasa con este alumno suyo tan de acá para allá.
Esta noche va a venir aquélla, mi maestra, y le contaré de sus nietos, a los que veo crecer y reír. Le diré que sus nietos llevan la vida en sus ojos, y que el fin de semana pasado hicieron una gran fogata por San Pedro y San Pablo.
¿Qué otra cosa podría contarle a esta abuela? De lo mío será mejor que no hablemos, porque mi señora Leonilda puede entristecerse.
Le pediré que me cuente un cuento, después me dormiré y ella se irá, nuevamente, a todo el azul que vi en mi vida; a ese sitio donde los pájaros no mueren jamás.















¿Qué será de aquel viejo amor? ¿Qué será de aquel viejo amor que no quiso, no supo o no pudo compartir el llanto y el hierro? Una mujer, yo lo sé, necesita una casa y sus propios hijos; pero mi casa es el espacio y todos los niños son mis hijos. ¿Quién se atreve a compartir semejante casa y tantos niños?
¿Qué será de aquel viejo amor?


























Aquel hombre derribó la selva inútil para que naciera el trigo, y tendió entre los hombres puentes eternos. Al séptimo día quedó mirando las nubes como si rezara, o tal vez escuchaba cómo nacía el silencio durante el séptimo ocaso.
Cuando lo vi jugar con los niños ya no supe si era de nuevo entre nosotros Cristo, o si entre nosotros era de nuevo el Che.



















Gira la copagira, gira la copagira, gira la copagira. ¿Dónde escuché o leí eso antes? Gira lacopagira, gira la copa. Gira lapuerta, gira el techo, giran las paredes. Y yo también giro.























Yo estaba de rodillas tratando de envolver mis alpargatas en un papel demasiado chico. La mujer, de pie y sonriendo, me dijo: escomo si trataras de envolver un tren de juguete en un día demasiado corto. Y no perdí más tiempo. Todos los caminos me aguardaban.























La sombra de los barrotes de la cama en la pared, la sombra de mi cabeza en la pared, entre los barrotes. Afuera, en el patio, un grillo en armas muele infinitos granos de arena transparente.

























Se nublaba, comenzaba el viento y subía a la punta de los pinos –se hamacaban entre mi casa y las vías del ferrocarril-, tendría nueve o diez años. Vi, sentí y he bebido, allí arriba, cosas que jamás pude contar.























Un silbo gotea en el silencio. Aquí alguien ha silbado a pesar de las órdenes. Miles de antepasados, millones de células, me hacen ver lo que algunos no han podido ver: El silbo está de pie, inclinado sobre uno de sus brazos que, a su vez, se apoya en el último vaho de la tarde. La luz ha quedado inmóvil y en ella toco, perfectamente, cada rostro que asumió su riesgo.
Ahora mi casa está en orden. Silbo, bebo mi último trago de té, y me levanto para entrar sin prisa en la oscuridad de la séptima noche.















A veces no tenemos en cuenta el valor de nuestra sangre, pero eso a nuestra sangre le importa bien poco. Sola se levanta cuando las bestias invaden territorio inocente.
Nuestra sangre tiene un oficio independiente y seguro.


























La tormenta quebró las palmeras, deshizo la cerca y dejó un hueco donde estaba el techo. Sólo el fuego se mantuvo en pie para que un misterio, fugaz y en los otros, no muriera de frío, o de vergüenza.




























Cuando el último tonto se puso de hombre quedó sellada la suerte del último inquisidor.

















COPLAS DEL TORO SUELTO



Entre una rosa y el viento
martillazos y cadenas.
Quiere matar el invierno
el corazón dela hierba.

Entre una rosa y el viento
martillazos y cadenas.
Alguien calienta los cepos
mientras preparo la siembra.

Entre una rosa y el viento
crece un lobo de alas negras,
y en este lado del río
mi toro bravo lo espera.

Será de ver, será de ver
entre la rosa y el viento
quién deshace a quién
en esa parte del tiempo.

Yo me juego por el toro
con ésta, mi sangre entera.
No vale penas el lobo
si la juego en primavera.

El lobo se muere solo,
una cornada lo mata.
El lobo se ha muerto solo,
una cornada le basta.

Ha vuelto al río mi toro,
y ha vuelto mi toro al río
con su piel y con su estampa.
Ayer lo ha visto el rocío:
Trabaja, sueña y descansa.






















CON MI GENTE












II















CALIENTE


No me queda ni un solo remo,
ni un triste empleo triste;
soy de los que no tienen recomendación, ésas de peso, y sin embargo navego: una orientación de hombres y de octubre que le doy al rumbo.
Ni un solo remo,
ni corriente favorable por momentos,
pero igual estoy de Patricio hacia Fernanda,
de Alejandro hacia Florencia.
Estoy en el centro de un pulmón, pulmón de chozas y labriegos, albañiles, carpinteros; allá, en la villa, sueño ligero, proyecto de ciclón, guitarra sin bordona porque no aguanta el clavijero, bagualas, milonga en letra chica, Jorge y su pandilla,
todos ellos con la esperanza de un caudillo.

Ni un solo remo tengo,
ni resto, por las dudas. Sólo este rumbo desangre y de mañana.
Atrás quedaron los que aguardan mi naufragio. Olvidé sus caras, el largo aburrimiento y la razón pesada que invocaron. Tienen remos, rápidos veleros, cascos de acero, edictos policiales, libros nuevos: todo para morir en el mismo lugar en que nacieron, porque no vivieron nada desde entonces, desde la pesada razón, los argumentos, y han puesto al olvido por remedio.
ENTONCES,
NO me calienten,
No empujarme,
NO SACUDIR LA POCA HIERBA QUE ME QUEDA.
Clavar mi pie en un cubo de luz
en la obsesiva forma que poseo de meter la pata, escaso dineral si lo miden o lo pesan. ¡Pero cuidado! Allí la voy de propietario.
Dejarme, dejarme al frente.
QUE PONER LO MACHO ENCIMA DE LA MESA
EMPIEZA CON TERNURA Y TERMINA CUANDO EL ÁRBOL CRECE.
Llevo a la inocencia animales que la infancia juega,
conejos de bruma,
potrillos de lana tibia,
magos pequeños, cascabel de naranja o de manzana. Con el hacha defiendo esas imágenes; “no vista ‘pa mayores, como dice Ángel,” mayor aferrao a su ladriyo y a los mangos, como ha dicho Guille.
NO JODERME, NO CALENTARME.
Esa es la medida, la salud de vuestro hueso;
A ver si pegan eso en la cabeza, que esa es, tal vez,
la medida del tiempo que les queda.

Ni un solo remo,
ni un techo sólido,
ni anís de luna;
pero
El verde no muere solo
cuando muere de cansado,
anduvo el árbol y el viento
haciendo amigos de paso.


Hoy
El azul no viaja sólo
por encima dela cuesta,
abajo prenden los hombres
al azul en su leyenda.

Y la mañana canta desde el ceibo y el romero.

Si es necesario alas de piedra
para que el vuelo vuelo te sepa
tendrás que hacerlas. Tendrás que hacerlas.
Lejos te esperan, cerca se empieza.
Un vuelo alto de pluma y piedra.
Y Juan retumba:
La tierra no crece sola
ni solo se yergue el trigo,
por allí andan los hombres
removiéndole los siglos.

No hay nadie solo en la tierra
cuando la tierra es de todos.
Mi gente cava en el canto,
la tierra lo hace más hondo.

Así es nuestro amor,
alborozo, río para cualquier cosa;
patudo, peludo,
frío y duro en la mano para golpear golpeando,
caliente en las verijas y en el pecho.
Él ha rechazado a lo indio lo que hiere al árbol,
a lo salvaje lo escupe y rechaza.

Dejarme ahora.
Dejarme con este rumbo de sangre y de mañana.
Dejarme sin plata, sin el mango,
sin la guita,
dejarme sin los tejos.
Dejarme sin la raíz del patacón que algunos riegan.

Sólo mío, mío sólo y necesario
el blanco de harina y el vaso mudo
llorando en el rocío.
Sólo mía la fatiga, sólo mía, mía y mía tu esperanza
cuando hallo en mi cantar y en este oficio el grito que te falta
y mi esperanza.

Dejarme con mi gente,
dejarme con mi lluvia,
con mi patio.
Dejarme con mi luna,
con mi paso.
Dejarme con mi grito
hasta que el último velero cargue con mi copla y parta.
Dejarme con las cuerdas de mi raza. Dejarme ahora, y ya sin remos
dejarme con mi pueblo, dejarme con el grito hasta que caiga.

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UN PUEBLO SIN MEDALLAS









EL TREN DE LOS CEREZOS

Cuando finalice mi concierto
guardaré en las cañas del vado
el silbo de las caminatas.
Mientras apagan la luz de la Cúpula Grande
confiaré de nuevo mis grillos
y mis abejas
a su estuche de niebla y semillas.

Como no habrá tiempo para esa despedida
treparé de un salto
al tren de los cerezos.




















PRESENTACIÓN


Cuando alguien viene de una tierra donde el poder de unos pocos es tan suficiente como para imponer la muerte a la vida, viene de una geografía en llamas. Entre llamas se ponen celosos y disparadores los fusiles de la dictadura, no hay día en que no masacren puñados de hombres y mujeres. A cada hora, a cada minuto, Latinoamérica es forzado testigo de cómo se rompe detrás de unas rejas lo mejor de la esperanza. Hablar ya de tortura, de secuestros masivos que se tornan ausencias definitivas, de los encarcelados sin proceso, de los millones de niños que mueren sin conocer la historia del pan o el portal de una escuela, de la extravagante riqueza que ostenta un círculo estrecho y los pueblos que viven al margen de ella es revolver sombras de un viejo, viejísimo caldero.
En la Argentina, como en tantos otros países, el callejón de la palabra ha sido cuidadosamente dinamitado, no hay razones que se puedan exponer; sin ellas es imposible dialogar sobre el futuro, y para que esto se mantenga, tal cual, hay que apuntar hacia las multitudes. Base sacrosanta de este poder son su avaricia y el apetito salvaje que lo caricaturizan sangriento, anacrónico, despiadado. De aquí afirmar decretos leyes con la punta de una bayoneta no hay más que un paso, ese paso se da a cada momento, siempre y sin reparos. Ante esta realidad uno tiene el derecho de pensar que en mi tierra son más libres los animales que los hombres.
A veces me pregunto cómo serán calificados estos años en mi país, y si la década del 30 al 40 fue justamente rotulada la década infame no creo que con menos de época del horror se podrá mencionar a este tiempo de mártires y postergaciones. Hoy, desde el exilio, se comprende que a pesar de la distancia también estamos presos, que lo que uno intenta es estar lo menos preso posible para ganar espacio en sí mismo y ofrecerlo a los demás. Hechos de nostalgia, de malas noticias, de naufragios sin remedio nos cercan y lastiman. Ahí, enfrente, están la oligarquía argentina y el imperio del águila, firmes hacedores del desastre, utilizando a las fuerzas armadas y organizando muros contra la ternura y la solidaridad humanas. Y aquí estamos nosotros, tratando de limpiar espacios, de ofrecerlos; buscando de ver, entender y aprovechar la luz de un continente en llamas. Porque la luz, la luz y lo que ella va gestando, hace temblar al enemigo. Así ha ocurrido una y otra vez a lo largo de la historia. Un pueblo camina en esas llamas, un pueblo que hizo la patria de arriba abajo con la lanza y con el torno. Ese pueblo volverá, sin monumentos ni medallas, a poner en pie lo que ha sido hecho pedazos. Cuando podamos unir todos los espacios libres, cuando hagamos la llanura de horizonte a horizonte, podremos escuchar nuevamente las canciones terribles, las prohibidas; las que nos hablaban del amor y de crecer en paz, entre otras cosas.

LEONARDO CASTILLO






























El tren de los cerezos



























UN PUÑADO DE ABEJAS


Los rumores, los pequeños sonidos. Nada.
Ahí, solo,
con un segundo bastará
si sumerges un puñado de tus abejas
en el recuerdo.

Hemos abierto un camino
a costa de un sudor parecido a la tortura inútil.
Hemos rogado para que los gritos del fuego
resonaran en nuestros amores,
en las puertas y ventanas,
en la maravilla de unos ojos por llegar a verlo todo
y en la última disciplina
de los pájaros escarchados.
Hemos compartido el brebaje de los eneros
a la orilla del río,
nuestras manos han realizado su religión diaria
tomando el buen vino, el vino lento.

Las luces se han guardado en su cesta de sombra.
Los rumores, el aire nuevo y torpe jugando en las hojas. Nada.
¿Será que por vivir esto uno pueda sentirse más alto, más tibio?
¿Será?
¿Y esa tristeza que murmuraba en los juncos?
¿Qué lejanos pies la traen y la llevan?
¿Tu infancia, quizás?
¿O ese dolor reciente que pasó por tu casa desnudo
y callado como un árbol seco?

Pero en definitiva sabes que has estado donde debías,
no más allá –no más-,
como un ser humano en equilibrio
arriesgando lo posible en lo mejor del día.
Pienso, viéndote así,
durmiendo en paz,
que has vivido como dios manda.
Sólo el remolino de los pájaros,
amanecidos en la isla de algún hombre solitario
puede despertarte.
Te espanta esa soledad, te duele.
Has llegado.
















MUCHO ANTES QUE LA RUTA DOCE

Fuimos, nos arrodillamos.
Rezar nos descansaba
sumergiéndonos en un mareo tibio.
Las hachas colgaban limpias en su lugar de madera;
el bostezo acerado del ojo
finalizaba dormitando en el silencio del monte.

Fuimos, nos arrodillábamos.
La transpiración iba al llanto de la piel
desde un mar aquietado, siseando en los oídos
con sus pájaros diminutos.
Nos descendía una abeja de vidrio por los ojos,
imagen salobre
en aquel universo de quebrachos y guayabas.

Había una pequeña iglesia en Cainguás,
otra en Caraguatay.
Fuimos, nos arrodillamos;
pensábamos en aquellos Hombres que se hinchaban
al sol como frutas tropicales y sentimos
cada espina invadiendo nuestra propia carne.
Recuerdo que no debíamos gritar, y cantábamos.

Era un sacrificio Concepción de la Sierra,
otro Cerro Azul,
y yo tenía un amigo que se llamaba Gabriel
y Macario Mendoza andaba haciendo locuras
en la picada del monte armado de calor y payé.

Había un pequeño altar en Guaraní,
vivía un sacerdote amigo de Mbopicuá.
Existían, vivieron, lo soñé y lo vi,
me navegan ya sin rostro y sin oficio.
Fueron días que entraban con su filo puro
en la vaina roja y verde de Misiones.
En aquel entonces, Oberá,
no había llegado a ser la capital del monte,
y la ruta doce era un proyecto solitario.

Fuimos, nos arrodillamos,
y como no podíamos gritar
cantábamos.



















ORACIÓN PARA EL HOMBREADOR DE BOLSAS


Érase que fue un caballero de capa y espalda.
Se deshacía en los galpones
estibando las cosechas y las borracheras.
Érase que fue un caballero de capa y espalda
redondeando en sus hombros toneladas de trigo nuevo.
Solía brillar al sol como un poste ensangrentado
y de aquel sudor
podían beber los caballos del mundo.

Andaba de alpargata abierta en el empeine
y se embanderaba la cabeza con gorras azules,
siempre viejas.
Era fuerte como el que ha crecido enseñado por el viento,
la cintura hecha con mimbre del arroyo,
pariente cercano del atraso en el salario.
No creía en el voto,
ni en dios,
ni nunca terminó de conocer la propia ternura
de sus huesos.
Con el vino se marchaba
dejando un apodo vivo y corcoveante.
De largo pasaron por la puerta de su rancho
Gaspar, Melchor y Baltasar llevando para otros
oficios y centellas de juguete, por eso,
nadie como él,
insultó tan de cerca el reparto en lo terrestre.
Érase que fue un caballero
de capa y espalda,
alto y ancho como un puente,
y como a un puente nunca bendecido
alguien lo cruzó a contrapunta de la historia.
Alguien aprendió a robarle.
Alguien,
sin meter la mano en sus bolsillos.
Alguien:
el dueño de las
sombras y las
puertas.
Lo retorcieron como a un trapo,
le sacaron el jugo y los colores
y finalmente lo tendieron en la hierba
para que lo tragara el aire.

De aquel caballero,
nuestro caballero de hazañas y de asombro,
ya no queda nada,
apenas una sombra girando inútilmente
los días y los años;
sólo un charco de sudor,
un espejo donde a veces
vienen a beber todas las fatigas del mundo.

Sus amigos aún lo ven cayendo de la estiba.
La espalda rota,
la capa saliendo por los ojos
con su escarcha roja. Y nada más.

La sociedad, nuestra forma tediosa de reunirnos,
tan occidental como cualquiera,
tampoco en este caso ha dicho nada;
pero le cuestiona el vino,
el coraje,
su mirada dura en esa muerte
y aquellas gorras azules, siempre viejas.

























SANTOS BRUSCO


¿Habrá que preguntar, todavía?
Es un pedazo de tierra, nada más,
con su tamaño de cuatro palmos rozando en los vecinos.
Por aquí no pasaron ni Cristo,
ni Ernesto,
ni Pablo.
Pero no hay que preguntar, diría,
si uno ve con la nariz el carro viejo
hasta el tope de espigas recién cortadas,
ni preguntar quién palea y crece en las naranjas,
en las colmenas
y en el humo del horno atrás de la casa.
Usted pasará sin golpear las manos,
caminará al costado de las rosas,
se inclinará un poco para atravesar la cascada de glicinas
y al entrar verá, sobre la mesa,
dos o tres puñados de arvejas
y un pan pura espera.
¿Fuma usted? ¿Bebe, acaso?
¿Vino, agua o algún brebaje con el sol adentro?
¿Usted recuerda aquel licor de alfalfa? ¿Extraño? Extraño.
¿Y aquella gruesa tajada de harina casera,
y aquella gota de miel de higos?
Ni Cristo, entonces,
ni Ernesto,
ni Pablo. Todos juntos en la boca de don Santos Brusco,
calderero jubilado, labrador, con los pulmones repletos de historias de animales, frutas, países, hombres.
Pequeñas esferas doradas saltan de su boca
y se posan en nuestra memoria.
¿Siente el pelaje tibio? ¿Entrecierra los ojos?
¿Usted está conmigo que aquí hay que volver?
¿Volverá mañana?
¿Pasado?
A la tarde, a eso de las seis, como para ver y escuchar,
como para recostarse en ese mundo sabio y lento, incesante.
¿Usted buscará palabras para contestar?
¿Las buscará impaciente como si algunas partes suyas
estuvieran en otro sitio, o dejará hablar
a esa célula que supo llegar desde el mar
hasta el bosque?
¿Se fijará demasiado en la camisa que cubre a don Santos,
en la tierra adherida a los pantalones raídos,
en los granos de polen
hasta encima de las rodillas?
Usted me dice que ésas son las túnicas del sacerdote,
y ha entendido,
porque el sacerdote viene hacia usted con un pedazo fresco de alba en las manos,
una forma de panal transparente,
un oro líquido que cubre la garganta
con un gusto a fresno mojado.
¿Ha comulgado usted?
¿Ha escuchado en paz lo que la sangre dice?
¿Comprende ahora, cuando esferas doradas le hablan de justicia?
Porque Santos Brusco, desde siempre militante,
ha sido encarcelado y perseguido,
él ha vivido en alerta permanente,
como ahora cuida el cerezo enfermo
y renuncia a la paga de su fruta.
¿Habrá que preguntar, todavía, encima de este palmo
que roza en los vecinos?
Las historias de don Santos Brusco,
como peones y torres en un tablero,
como gacelas bebiendo en un relámpago,
como un perseguido desgarrado con alambres de púas,
como sangre machacada en el mortero de un calabozo,
como techos que uno recorre sigiloso,
como un fragor cerca del oído,
como un hermano muerto en el silencio de los cardos
entre grillos, sapos, agua y viento.
Como ese carro cubierto de espigas
a la sombra de los sauces;
como ese pan, como los hijos,
con ese gusto en la garganta,
ESO a fresno mojado por la lluvia
jugando al aquí estoy, aquí estoy,
aquí estoy.
ASÍ HABLABA SANTOS BRUSCO


Bienvenidos los hijos de mis amigos.
Ellos me creyeron como si yo fuera su propio padre,
me vieron como la puerta que se cierra al frío
o se abre al trazo de la paloma a las diez de la mañana.
Gracias a la tierra de mi huerta,
la mínima huerta,
la que me daba el alimento;
y recuerdo a mis viejos pantalones,
los que me salvaban de aquellos inviernos
que ya no conozco.

Bienaventurados mis padres
que al verme con mis fuegos y el delirio
sólo me dijeron...
Aquel que no ame a las abejas, al árbol y el beso
que no sea demasiado duro contigo... y bendijeron los caminos que desde entonces piso.
Dejo este puñado de relámpagos y este trozo de aire
a los amigos que llenaban la tarde de mi casa
limpiando de malezas mi palabra.
Eran el agua de mi pozo.

Gracias a mis enemigos.
A sus golpes debo el amor de gentes que no conozco,
por ellos he aprendido a morir y renacer
en las mañanas del campo y en los charcos mansos.
Den ustedes un nombre a mi barco de papel
que pequeñito y desprolijo no estalló
ni en el último viaje
por los torrentes de mi pueblo.
Cuiden al pájaro que en la higuera de mi patio
comió la fruta compartiéndola conmigo,
y yo su canto.

Bienaventurado todo lo simple, lo que no se ve
y me mantiene los ojos en vela y la sonrisa
a la misma altura del maíz.

Gracias a las sombras que ahora vienen a llevarme para siempre.
Me inclino ante el silencio
y las piedras que desde hoy habito,
hasta que sólo sea ceniza.

Recuerden el viento, que no dejará de mí
ni estas cenizas.
Bienvenido el viento
porque montado en sus caballos volveré
rodeando las montañas hasta encontrar mi claro manantial.
El de siempre.

LOS SABIOS


Los que buscaban el sí o el no
iban por otros valles.
Los que allí vivían no eran sabios del sí o del no.
Se llegaba a la sabiduría por otros caminos:
el de las historias pequeñas
y los gestos cotidianos,
el gesto que puede muchos años,
el que rescata el día primero de la lluvia,
el que dio de beber a los animales mansos.
Sin embargo preparaban
el Sí o el No al crepúsculo,
siempre que fueran necesarios
como un rayo para el día siguiente.

Eran como el desierto y la sombra,
donde su unen la sombra y el desierto.
Hacia octubre como el lino.
Por eso, entre batalla y batalla,
no faltaba una guitarra.
Se cantaba y se bebía,
se aguardaba confiadamente el regreso
de los que habían marchado al bosque.
Algunos no regresaban ni morían.
Había pudor para el llanto
y se hacían canciones para el amigo ausente.
No eran fáciles de hacer,
pero se escribían sobre tablas transparentes.
Existía una disciplina en plena libertad.
Los músculos tensos acariciaban
con ternura y limpiaban de tigres el territorio,
hasta el último límite.

No había dioses,
pero se hacía un sano culto del arroyo.
Éste era un gran decidor de leyendas y de brumas.
Estaba prohibido orinar en aquel arroyo
ni se podían arrojar en él los cuerpos
de los tigres vencidos.

Cuando llegaban otros hombres
en busca de una verdad se los invitaba
a plantar un árbol.
No era el árbol del pan, como algunos dicen,
eran sauces,
y se podía vivir a la sombra de estos sauces y escuchar.

Los dolores, como los incendios,
se apagaban entre todos.
La palabra compañero era tan venerada como el arroyo.

De vez en cuando se enviaba a las ciudades un informante.
La mayoría de las veces este informante volvía cabizbajo.
El coraje de estos hombres era fuera de lo común,
y cuando regresaban se los obligaba
a beber zumo de uva con flores de lino heladas.
Por lo general dos o tres días después
estaban recuperados y volvían a sus tareas.
Los informes se archivaban cuidadosamente.
No había fabricantes de leyendas,
sólo había repetidores
y aquellas se enriquecían de unos a otros.
Algunas escapaban al dominio del arroyo
y de sus habitantes,
estallando lejos con su Santa Bárbara de pan.

Llegaban viajeros de lejanos paisajes
en busca de lugares y los hombres sagrados,
pero los lugares y los hombres eran simples,
con una tibieza especial y un color acentuado
sólo al ojo atento.
Algún recién llegado se quedaba a vivir para siempre.

El silencio no era considerado una enfermedad,
pues lo que debía decirse se decía a su tiempo.

Los muertos se enterraban en el campo,
los cubría el trigo o la albahaca,
las aves no tenían refugios tristes: no había cementerios.
El trigo nace mejor sobre ellos,
decían los más viejos,
y en ese estado seguían existiendo.
En otros territorios el trigo nace
de las espaldas quebradas de los vivos,
generalmente lejos de los sauces.



CON SU RAÍZ EN LA NIEBLA


Nuestra tierra no tiene nombre,
igual que la copla nacida con su raíz en la niebla,
que no es de nadie y es de todos.
Tiene un diamante en su quilla angosta
puliendo el aire para que caiga lento
en el oído de la siesta.
Nuestra tierra sin nombre;
un fantasma al que hemos abrazado por dentro
en los arroyos, o en la pesada y clara
lluvia de agosto.
En cada enero viaja con nosotros,
despierto en su boca el animal de luz que la gobierna;
entre destello y destello se nos aparece ennegrecida
como una empuñadura para que el Hombre asuma sus días,
o roja para que no olvidemos aquel antepasado violento
que en ella duerme su desgracia inútil.
Puede bajar desde su trapecio nevado,
o puede venir del este con la furia más alta del trópico
cuando se apura indígena y coraje haciendo un río
de cerezas para que navegue el sueño.
Esta tierra nuestra, sin nombre.
Esta tierra con su olor a tabaco virgen,
esperando, todavía, para encender el cigarro del alba.
Su campanario pulido, intacto,
los astros cálidos vistiéndola con la sagrada ropa
que no supimos conseguir.
Hermano mío, tú y yo, aún incapaces de habitarla,
incapaces de hacerle un puerto como un hijo
donde ella pueda gritar y abrir los brazos,
ese pequeño y primer lugar donde nadie debe morir
después del amor de cada día.
Nuestra tierra no tiene nombre,
igual que la copla,
que no es de nadie y es de todos.
Esta tierra,
esta tierra nuestra, desde antes,
con sus lampos y penumbras.














ESE RARO TRONCO


Mi madre me parió con alas,
yo no lo supe hasta más tarde.
La conocí inventando la cocina,
preparando los veranos,
iniciando los caminos de la albahaca,
aprisionando la jalea de las brevas
–aquel arco iris desde el frasco-.

La vivo una noche que me crece.
Alzábamos en juego todo el patio
mientras despertaban los caballos blancos
entre delirios de chicharras.

Mi madre es una mezcla de violetas,
de menta y de espárragos.
Navega en su mar de té al cuidado de su escuadra,
ella, la nave y cien mañanas,
haciendo hechicerías con la escoba,
barriendo los otoños, frotándome las ganas después de cada intento
porque hay un peligro de malas intenciones y pedradas;
y soy de carne y hueso, y no es fácil, pero vale.
Y allí está mi madre,
después que le enjuagan la noticia de este crecimiento apresurado,
le dice algún vecino temeroso
que ando revolviendo con mis manos el zumo del acero y del asfalto,
que ando levantando a los obreros,
que no hay forma de pararme, ni con plata. ¡Y eso es grave!
Y allí está mi madre,
diciendo que alguien me parió con alas,
y si mi camisa es azul y hay viento no hay remedio,
vuelo,
vuelo.
Y reinicia la tarea,
empieza la ternura sabiendo que vuelvo cansado,
pero entero.
Hasta puede que haya una sonrisa cómplice al regreso.
Algunos intentaron derribarla,
hablen de eso con el otro guardián tutelar del domicilio, mi padre.
Mi padre abriendo la puerta de la casa más abierta a los amigos,
estallando en guaraní de la noche a la mañana
cuando le vienen con la historia cansadora
los hombres de caras deformadas.

Mi padre.
Mi madre.
Ese raro tronco
que me parió con alas.





ESTALLIDO NUCLEAR Y CENIZAS


Aquí nada es el silencio,
la albahaca y el romero danzan en sí mismos
traspasados por el aire de las nueve.
Aquí nunca es el silencio,
los pájaros tejen y destejen la vida simple
porque siempre hay una pluma que roza la pupila del sauce,
porque siempre hay una hoja de sauce
que va de tacos altos a la fiesta del agua.
Aquí nada es el silencio,
el sol y la luna entrecierran los párpados
con una costumbre mucho más antigua
que los animales sagrados;
el sol y la luna,
maestros y testigos de crecimientos y mareas.

Al arroyo le transpiran los labios
sobre las piedras, el río crece un liso músculo de arena
en el costado poniente de las islas mientras la vida,
en forma de pez,
le utiliza las entrañas celestes
de su templo profundo.

Aquí nunca es el silencio, ni mi cuerpo,
que ahora descansa cerca de mí con la sangre en sueños,
porque en pequeños movimientos vive
y escapa a otras formas y otros movimientos.
Pero de pronto,
todo,
puede ser imaginado en el silencio.
La nube opaca, nuclear y cenizas, devorando el aire
y el último día del ángel.
El ángel, a veces, imagina una noche de nadie.


























DIBUJO PRIMARIO


La paz es un dibujo primario:
paloma definitiva en la boca del fusil
y mimada herrumbre en la bomba “H”.
La paz viaja en la proa de la abeja,
en los ojos de los peces,
en la U prolongada de los barcos
que transmigran sol y panes.

La paz se ríe de la parte por el arte
de aquellos que se matan con almuerzos.
La paz es una mágica llanura
crecida en el centro de mi casa –toda chocolate,
viene Ricardito y se la come-.
La paz seria nació en una montaña de cuencas sin ojos,
sobre autómatas perdidos,
bajo la sombra de cada fusilado
en su grito y el poema.

La paz traviesa cálida se duerme en invierno
con los pies de mi sobrino.
La paz no conoce la marcha del odio
entrando en la vergüenza.
La paz no es tranquila,
no le vengan con el cuento del hambre y la miseria
porque se enoja y salta.
La paz
es más útil que vivir entre anochecer y una campanada.
La paz se ríe de los que se matan con almuerzos,
y tiene razón,
pero a la paz, amigo mío,
hay que ganarla.


























ESPADA EN ROCÍO


Hemos recortado en la hierba
una espada en rocío y la empuñamos para salvarnos
con la forja del alba.
Tú sabes que estamos condenados a ver el nacimiento
de pequeñas imágenes oscuras y empujarlas
hasta formar pasaje en el tren de los cerezos.

Hemos remontado los caminos tomando a los niños,
alzando en nuestros brazos sus racimos secos
para que los traspasase la luz,
para que nadie diga mañana que no lo sabía.

No quisimos contemplar la respiración de la furia,
pero nos impusieron su latigazo y comprendimos que alguien
pagará la restauración del hombre;
este hombre deshecho, dilapidado,
futuro germen de los museos del amor.

Nos aferramos a las pequeñas verdades
rechazando la altura que no nos pertenece,
por eso nos caminan los hombres con la sencillez
de quien transita por su selva.
Por ellos abrimos las venas,
derramamos la vitalidad de los cedros sin pensar
que se terminaban los montes,
los refugios que nos protegían.
Sólo nos reservábamos el derecho
de nuestra propia muerte,
y es cosa de hombres que así sea.

El hijo que no tuvimos sabe
por qué andamos siempre como despidiéndonos,
y él sabe por qué alguna carta se ha escrito
como si fuese la última.
Él sabe de los aullidos en cualquier parte de la noche,
sabe de nuestras escrituras en las paredes, paredes remotas
que han gastado nuestras uñas.
El hijo que no tuvimos sabe de los heridos porque sí,
mientras la lluvia se cuela por los agujeros de la piel
y las hormigas aguardan el momento del hambre,
el momento de empezar su pesada y fina tarea.
Él sabe, solo solitario,
habitante mío desde la estrella más dura,
que nada de esto ha sido fácil.
Y yo sé que él,
solo solitario,
me espera en lo agrandado de mi miedo
con sus eternas preguntas de niño.

LA MEMORIA SOLA


Apenas nos quedaba el valle,
tan pocos días brumoso,
y desde su altura granar la constancia del arroyo.
Bostezos de pinos y sauces despedían el salvaje
interior de los pájaros que volvían a dormirse
en la tarde venidera.
Solo nos quedaba bajar por la colina
hacia la majestad sencilla del rumor.
Cada historia con su calmo socorro de menta y verano
espera las casas vacías del invierno,
o el humo espeso del otoño,
que detenido en el aire es apenas un recuerdo
con su olor y sus francos demonios.
Ahora nos quedaba un paseo solitario
por una avenida de parras entre lunas y paraísos gigantes.

Un día,
el viento,
silbando en las púas del lindero,
la mayor de las guitarras oxidadas,
se hizo grito en el valle; como en fantasma revolvió antiguas cosechas,
centenares de anchos sombreros y caballos,
lluvia de manos sobre la fruta y los remos;
aromas de cuero húmedo.
Apenas alcanzamos a nadar como los peces,
desnudos y en silencio.
Nos era acaso el tiempo de estar cara al cielo
sobre un viaje de hierba,
cada vez más en sus raíces,
cada vez más hasta el sueño.
¿Qué será de aquel día?

Teníamos que irnos para siempre.
Para siempre.
Sólo nos dejaban
la memoria sola.






















ÉL


El primero de enero le abrieron el pecho con un grano de maíz.
El primero de febrero le pusieron un traje de payaso y le asignaron una paga miserable.
El primero de marzo lo despidieron.
El primero de abril miró todo el día sus manos, esa noche lloró.
El primero de mayo pintó de azul todas las puertas y ventanas.
El primero de junio equivocó el camino 16 veces.
El primero de julio lo invitaron a una fiesta de sordos y de mudos.
El primero de agosto perdió la casa en un incendio dudoso.
El primero de septiembre se miró al espejo y sacó la lengua.
El primero de octubre se fue al desierto.
El primero de noviembre volvió.
El primero de diciembre lo condenaron a morir en una plaza pública por ser marxista y amigo de un tal Jesús.
De seguir así, pensó, jamás encontrarán el jarro de miel y el tazón de leche.






LA REPÚBLICA


Encadenan el brazo derecho de la República y su ley,
su constitución,
las pálidas fibras de la vida simple quedan inmóviles en un sigilo de piedra.
Pareciera que un general, un coronel borracho
y media docena de capitanes han encadenado el brazo derecho.

Encadenan el brazo izquierdo de la República y la calma,
el tránsito pesado, e tránsito ligero
y las barbas blancas del parlamento quedan fijos
en un monumento de bronce, para el recuerdo.

Rodean el cuello de la patria con una gruesa soga de espinas y de lodo
y la respiración de cada día, ya de por sí difícil, se hace imposible,
salvo que uno esté del lado de un general, de un coronel y media docena de capitanes borrachos.

Aprietan la cintura de mi tierra con un silicio al rojo vivo
y la República se convierte en un pobre pájaro muerto
donde se multiplican los gusanos y las hormigas
todo con aspecto de mármol de Carrara,
cubierto de hielo en julio y de paja maloliente en febrero.
Y ya nadie se cree que un general, un coronel y media docena de capitanes tienen el poder y el manto sagrado;
hay algo más, una vuelta más.
La voz del amo con los estados unidos, los unidos estados desde atrás y los vendepatria por delante
poniendo sus caras en los ministerios, en la escalinata de la Casa Rosada y sus traseros en los baños dorados de las embajadas
nos dicen que TODO está bien, que así TODO bien está;
nos dicen que un general, un coronel y seis capitanes son los auténticos dueños del país, y desde allí
convocan a todos los hijos de nuestro Suelo-Amado-Patrio
a la unión, la concordia, el progreso y la muerte.

Seis Capitanes, un coronel
y un general borrachos,
vulgarmente borrachos de sangre.







LA QUE ME SUEÑA LEJOS



Alguien me sueña lejos
y sé que ronda mis cañaverales amarillos,
mi rosa china,
el agua fresca entrando en la raíz del orégano.
Sé a la que sueña.
Gasta su vestido en la espesura de la higuera
aprisionando para mí la curva del verano.
Sé que alguien me sueña y toma su alimento en silencio,
la que se acuesta inquieta detrás de su ventana.
Recuerdo a la que sueña.
Ella desgajó el aire para acariciar mi brazo
y al darme vuelta, ya lejos,
me ha mojado la espalda con una lágrima.

Ahora respiro el mar, siento que se acuesta su sal en mis pulmones,
siento como se duerme sin decir hasta mañana
cansada de velas y gaviotas.
La sal me ha dejado solo
y desata un crepitar de semillas revueltas
en la miel de aquellas brevas,
muerdo sus pequeños mundos para estar en ellos
como un campesino cuidadoso y seguro.
Chasquea la lengua de mi corazón cuando se entibia la garganta,
cuando la beso a ella, la que me sueña lejos;
y no sé si esta humedad que me envuelve y me da vueltas
es la bruma del mar que acostó su sal en mis pulmones y en mi sangre
–torpe ahora-
o es aquella lágrima que mojó mi espalda una mañana,
partiendo ya de mi tierra bien amada, tan hendida. Tan amada.

Detrás de la ventana
la que me sueña lejos escucha el taconeo en la calle.
Son los que todavía esperan encontrar mi peligrosa huella
de pordiosero y alquimista.
Detrás de su ventana,
la que me sueña, mira una hora fosforescente: las tres de la mañana.
Buena hora es en mi patria para matar gente inocente.
Detrás de una ventana,
la que sueña,
la que tal vez vive todavía.









LA CARTA


Querida mía.
Te escribo desde muy lejos,
tu perdón es lo que quiero
ya que prometí besarte por octubre
con ese sueño de crecer en paz. Y no es posible.
De golpe despierto en este páramo;
no viven aquí la hierba ni el árbol,
la lluvia es desconocida, podrías verlo árido como el filo de una espada;
sé que puedo tropezar y me duele el estómago. La sed es espantosa.
Perdón, amor mío.
No podré besarte por octubre
con ese beso que el hombre y la mujer cincelan después de la guerra,
ese beso que vuela, trepa y acaricia un segundo
después de haber enterrado aquellas manchas.
Empiezo un camino que sé adonde lleva pero no sé dónde termina;
comienzo a levantar las murallas de una nueva ciudad,
espero habitarla con gente tan disparatada como yo, tan obstinada como nosotros,
con ellos podremos reconquistar el territorio que nos han llevado.
Decir esto ahora es empezar otra locura. Nada tenemos.
Nos lastima en lo profundo el árido filo de la espada seca
y la sed me deforma la palabra;
quiero decir amo y digo y grito de aquí no pasarán;
empleo mi voluntad para que mi mano izquierda no sepa lo que hace mi derecha,
pero mis dos cómplices llevan una piedra entre sus dedos. Las piedras.

Las piedras de la muralla que levanto son escasas,
debo caminar días enteros en su búsqueda.
Siento que me acompaña tu recuerdo en estas caminatas.
Tu lejana casa.

Me consuelo pensando que hay otros octubres,
que poco a poco los canales traerán de nuevo el agua.
Me han crecido las uñas y con ellas voy ahondando los canales;
también me han crecido los dientes,
cuando no desgarran con ellos te aprisiono como a las ciruelas de tu patio.
A veces juego con las cosas e intento con ellas nuestro encuentro.
No me reproches ni regañes, hace frío.
Otras veces pienso que la muerte me dirá de pronto detengamos el carro,
que descansen los caballos, apaguemos el fuego;
ya no hay tiempos para brevas y duraznos.
Y entonces veo el octubre de mi tierra,
el lino florecido acabando en azul los cerros y llanuras,
el aire tibio donde navegan el zorzal y la calandria.
Mar de tierra, todo azul.
El Hombre, todo azul, respirando la distancia.
Todo azul las ovejas, las paredes y el techo de la casa.
Azul y octubre tus manos y la parra,
azul mi perro y su palabra.
El trabajo en paz, al fin y al cabo.
Azul el agua que bebemos,
dura y alta.
Azul el agua que bebemos. Azul el agua.















TRES LÁMPARAS


No sé quién soy,
tengo un águila en la sangre,
un tigre en el corazón
y un niño que me asalta en los poros de la piel;
un niño que juega conmigo y le pide horas al hombre.

No sé quién soy,
mi enemigo sí lo sabe.
Él me ha puesto detrás de las rejas
y ha intentado descabezar al tigre,
desplumar el águila y matar el niño
que me pide horas.

No sé quién soy.
Mares de América, ¡No sé quién soy!
Mi gente dice que el color de mis ojos cambia,
que llevan un tono en la batalla,
que tienen otro matiz en la ternura
y en el trabajo son verdes de albahaca y hasta huelen a pimiento,
pero no sé quién soy.
Mi enemigo sí lo sabe;
me ha perseguido por los túneles, por la niebla
y ha incendiado un campo para quemarme vivo.
No sé quién soy.
Lagos y montañas de América, ¡No sé quién soy!
Qué hago vivo cuando debiera estar muerto.
Por qué estoy despierto cuando todos duermen.

Sí, lo sabe mi enemigo.
Aquí, en el exilio, sé que no puedo volver
para silenciar mi sangre ante mis muertos,
para contar los pasos grises de mi madre,
para acariciar la cabeza de otros niños
que me piden horas.

Ríos de América, ¡No sé quién soy!
Viento de América, ¡Dile al águila quién soy!
Tierra de América, ¡Dile al tigre quién soy!
Agua bendita del llanto,
¡Dile al niño quién soy y que los tres,
cada uno con su lámpara me iluminen el jazmín, las semillas y el arado!
Que los tres, cada uno con su velamen, su bronce y su juego
me lleven a los nuevos campos de la siembra,
ya que mi trinchera estalló en millones de pedazos
y sin trinchera no soy nada.
Que el vuelo del águila, la astucia del tigre y la ternura del niño
me salven,
me gobiernen,
me guíen al combate.

Mi enemigo, ahora, ahora mismo,
ha puesto precio a mi cabeza.
Ahora, ahora mismo, acabo de saber quién soy.


MALOMAL

Bien por los pueblos que viajan en sus trenes y sus barcos,
bien para el pueblo que cuida sus almendros
y los jardines que salpican la ciudad y cada villa.
Malomal para el pueblo si su tren y su barco viajan sin rumbo,
malomal para los pueblos sin gaviotas ni jardines.

Bien por el pueblo que enciende la luz propia
y la lleva hasta los últimos rincones para dejarla caer
sobre la fantasía de un cuento
y en las calles interminables de lo que hay que saber.

Malomal para el pueblo que no es dueño de la chispa,
el agua y la sal que su pan diario reclama.

Bien por el pueblo que embarca los retoños de su trabajo y
los dirige hacia donde el Hombre más los necesita;
bien por el pueblo que moja esos retoños con el sudor de su lámpara
y los multiplica hasta que la miseria huye en estampida
con su malacara hecha pedazos.

Malomal para los pueblos que ponen los retoños de su trabajo a los pies de la banca
o de la bolsa de comercio,
dueños de nada aunque les hagan creer que son dueños de la vida
mientras sus hijos caen de tifus, tuberculosis, malaria, hambre, ignorancia
y la miseria es reina y señora, bastarda bien mandada, legítima, por fin, en todas las ventanillas de la burocracia.
Bien por los pueblos que veneran a los más altos en bondad y sabiduría,
bien por el pueblo que hace suyas estas virtudes sin necesidad de expropiarlas
y las calienta y las acuna hasta el infinito.
Malomal para los pueblos que no expropian el carbón, el petróleo, las imprentas,
los puertos, la electricidad, el acero, el trigo, las fábricas,
los ríos, el viento y la música.
Malomal para los pueblos que no expulsan de sus fronteras de amor
a los señoritos de galera que a punta de bastón nos indican donde debemos morir sin sollozar por los harapos de nuestro palpitar y el palpitar ajeno.
Bien por los pueblos que expulsan lo infértil, lo egoísta,
al señorito de galera y bastón con su cultura de fusil
apuntando al corazón de la calle o al cuello de las esquinas,
su cultura de aerosoles falsos para conquistar hombres y muchachas,
su cultura del plato de lentejas: la civilización del cercomóvil, último modelo sobre cuatro ruedas y rejas invisibles tripulado por hombres y mujeres huecos.
Malomal para los pueblos que aceptan esas dictaduras más o menos encubiertas,
más o menos digeribles, totalmente inflexibles en su corrupción y el desatino.

Bien por los pueblos que hacen del amanecer un canto, una danza de la tarde
y un manifiesto de la noche
donde la paleta del universo y el pincel del Hombre rescatan la tibieza del fuego.
Mal por los pueblos que son número a la mañana, un cheque a la tarde y un depósito vacío a la noche.

Bien por mi amigo, el que primero dio su sangre por los otros,
hombre o animal, hembra o macho –nadie lo sabe- sin nombre ni apellido,
que no importa, pero sin duda el primer jardinero de la vida.

Bien por mi caballo que ha quedado solitario,
viviendo como puede en la llanura de la pampa esperando mi regreso,
este regreso de vivir como se puede para cruzar, juntos los dos,
de un galope el polvo de mi tierra.
Bien por mi caballo,
malomal para mí si no aguanto en mi diestra la bandera de tormenta;
malomal para nuestros enemigos si creen que mi gente les dará tregua en la tormenta.
Confiscaremos su equipaje donde no hay ni un tibio rezo,
ni una triste y miserable carta al panadero, ni el color de una travesura,
ni espigas de trigo o de lavanda;
ni memorias de la lluvia de septiembre.
Confiscaremos su equipaje: calaveras, látigos, tortura,
cenizas de hombres y de libros, traición, olvidos,
escrituras de casas y terrenos de campos y de fábricas;
galones de uniforme, claro está, medallas que premian la obsecuencia;
pecados que en América Latina y en cualquier parte del mundo
los pueblos cobran al contado, y que yo sepa, amigos míos,
no hay magisterio de perdón para tanta oscuridad,
sucursal directa aquí, en la tierra, del mismo infierno.
Malomal para nosotros, amigos míos,
si nuestra bandera de trigales y lavanda, de brevas y de leche
no flamea en un escándalo de luz armado hasta los dientes
con lo más duro y vivo del ocaso.
PURO Y CLARO ANIMAL


Me pregunto de cuánta sangre
dispone el misterio nocturno
y en qué precipicio la arrojará.
Me pregunto qué día estallará
el seco golpe de tambor sobre mi tierra,
eco en las montañas, penetrando con su lanza
en los olvidados que no olvidan.
Me pregunto mientras me demoro
buscando el calor incesante del nacimiento.
En ti me pregunto, territorio favorable.

Pasa el jangadero,
pasa con su silencio moreno.
Pasa la guayaba, muda bajo las tacuaras,
catedral amarilla sin órganos ni curas.
Me pregunto qué día rasgarán los padres del agua
estas venas buscando la guarida
que anidan los culpables.
¿De qué metales volveré
cuando escuche el primer golpe de tambor,
de qué tiempo llegaré dueño?
Vuela de boca en boca
un áspero idioma liberado.
Hoy las primeras huellas de un animal puro se han visto,
ha llegado para devorarlo todo.
¡Ay de las fieras de instinto corvo!
Despiertan los dioses de la selva,
salen con su coraje principal brotando
desde su amor por nosotros,
corren a vivirse como padres;
se unirán al puro y claro animal.
Juntos marcharán a salvarse.

Me pregunto de cuántas flores
dispone el misterio nocturno
y qué viento las vestirá.

Es nuestra la carcajada del río.
Corta la estrella final el machetero,
la ofrece como una vena roja y gigantesca
para que la beban los que padecen escarchas
al sur del corazón.

Apenas se atreve el invierno
en lo espeso delas picadas verdes,
él también puede ser devorado
por la más profundas de las magias.
Magia de multiplicarse y matar, magia de lavarse en nacimientos;
magia de olvidar y crecer.
Crecer largamente.

Pasa el bullicio forestal y le pregunto.
Pasa el aire arrojando por la borda anzuelos de cristal.
¡Ay de las fieras de instinto corvo!

Selva adentro ya se escucha al puro y claro animal.
Savia adentro, yo, pacto con sus huellas.

HACIA OCCIDENTE


De toda la sangre que me anda
es guaraní la sangre que me habita.
Vagas ternuras me llegan desde España o Italia
y hasta de irlandés me beben en un relato de Quiroga,
pero mi patria ahora se ve en su quebracho centenario,
la recorre el instinto vegetal de los helechos;
va sigilosa en el rugido y la leyenda.

Yo vengo de esa selva
que invadida por la nieve
mató a la nieve en líquido secreto.
Estuve muerto en Garupá bajo un timbó,
después nací: llovía una espuma dorada
de mariposa transparente en el Guarán;
más allá o más acá
durmió su sombra espesa el jabalí.
Tal vez por eso sea como voy,
un potro oscuro y cansado en la mirada,
una violencia en marcha hacia occidente.








SI ES QUE HAY UN PATIO TODAVÍA


Si desde tu ventana
no ves a ese hombre silencioso
ni a ese otro que pasa uniformado,
si desde allí no ves al Absoluto
con su cara de pocos amigos decretando
la muerte del humo y los jazmines
de qué podemos hablar.

Cuándo y dónde podremos caminar los dos
si la ausencia del fuego no te clavó anzuelos
ni has sentido en alguna de tus tardes
correr la sangre de mujeres y nubes.

Si dormido no intentas un sueño
distinto al que te obliga el Absoluto
de qué manera emparejaré
mis arcos y mis flechas a tu sueño.
Quién dirá que son iguales mi sed y tu sed
si aceptas ese cántaro con su mariposa muerta
y su religión nada de nada.

Si no vives a tu tierra golpeada y sedienta,
su cuerpo en la sombra mendigando un par de ojos
para ver el mar donde camina el ángel
con su puñado de semillas.
Si no ves el ángel
qué himnos cantaremos tú y yo.
Si ahora, ahora mismo,
no hay un pájaro enseñando a volar sin misterios,
si niegas su desierto, su nieve, su gracia,
de qué podemos mirarnos.

Si aceptas otro paso del Absoluto
y su zarpa en tu boca
cómo dirás que soy inhumano
si ya te han decretado mudo.
En qué idioma, hermano mío,
podré entenderte.

Corre la sangre calle abajo,
la sangre de abajo,
los de abajo con su sangre.
Sube la sangre,
la sangre del ángel.

Hemos jugado juntos,
hemos compartido los juguetes.
Ya no hay juguetes.

¿En qué patio volveremos a encontrarnos?










HOMBRES DESDE ACÁ


Nosotros, hombres desde acá,
desde este desvío de la historia,
rodeados de banderas sin aire,
vasos manchados,
desencuentros.
Nosotros, hombres desde acá,
obligados a pasar de perfil por cientos y miles de lugares
con nuestra tristeza debajo del brazo:
un libro que no interesa demasiado,
un origen de vagas referencias;
frases en que todo parece que sí,
pero que no,
condenados a vivir traspasados por las astillas
de una oscuridad ajena.
Empujados a callar nuestro silbo en la caminata.

Nosotros, hombres desde acá,
mirando este arco iris de sangre reseca en los dientes,
las uñas y pezuñas de los insaciables,
los ávidos de nuestra carne y nuestros huesos.
Nosotros, hombres desde acá,
desde la náusea de tripas y saliva
cuando matan nuestra infancia ya sin pan ni leyenda,
lejos del cántaro de miel.
Nuestra náusea de tripas y de lástima.
Nosotros, hombrecitos desde siempre,
muertos bajo una tierra pasada por las armas,
y por las dudas prisionera.
Nosotros,
vivos a medias en el último refinamiento de don torturador.
Nosotros,
ásperos,
surgentes,
nostálgicos,

empecinados mientras todo el frío del invierno
arroja sus yeguas de vidrio
sobre cogollos de silencio.
Nosotros, los que nada tenemos,
nosotros.
Nada más que la fiebre de un sueño americano
mantiene esta sociedad abierta con la vida,
su pájaro invisible nos guía
en esta noche crispada por el toque de queda
y millones de gemidos.

Nosotros, hombres desde cualquier parte,
apelamos para que la leche materna
no se estanque alrededor de pobres espejismos
ni se pudra en ríos que no van a ninguna parte.
Nosotros, los que intentamos violar las puertas del egoísmo
para derribar las paredes de su guardia buscando,
buscando que las aves y los sueños
volaran más puros en la cara del mar.
Nosotros, hombres desde acá,
apelamos para que el agua escuche la verdad,
apelamos para que la lleve a cada costa
y diga que recién nacida la tomó,
que nueva la sostiene
y que joven nos espera.
Nosotros, hombres desde acá,
desde la muerte, la tortura, la cárcel y el exilio
salvando nuestra sangre sobre el yunque del alba,
trabajando cada día sus huecos, sus artistas;
templando cada día el grito que la preña
y el fuego que le nace como un vástago
para que su punta y su filo
permitan que los aves y los sueños,
toda la inocencia y todos los sueños,
jueguen ágiles y limpios sobre la cara del mar.















EL TREN DE LOS CEREZOS


Cuando finalice mi concierto
guardaré en las cañas del vado
el silbo de las caminatas.
Mientras apagan la luz de la Cúpula Grande
confiaré de nuevo mis grillos
y mis abejas
a su estuche de niebla y semillas.

Como no habrá tiempo para esa despedida
treparé de un salto al tren de los cerezos.



























ZONA DE TANGO Y OTRAS






















LISANDRO (tango)


Por Lisandro, me pregunta el visitante,
me quiere sonsacar hasta el cabello.
Quiere saber de su infancia, de sus viajes,
y lo iguala con un filo que anda suelto.

Me chimenta que tu andanza es subversiva
para ver si se ablanda mi memoria
–agradece de antemano lo que diga
porque tu vida resulta peligrosa-.

Yo le digo que Lisandro amaba un pibe,
un pibe que dejaron en baranda,
que Lisandro lo buscaba con su juego
y el purrete se alegraba una semana.

Y le digo que también amaba un libro
muy gastado en las hojas y las tapas,
que nunca supe ni el título ni el signo
pero hablaba de molinos y de lanzas.

Le repito que una vez que estuve enfermo
él supo averiguar lo que faltaba,
que otras gentes como yo lo conocieron,
que otros hombres, como yo, lo respetaban.

El botón que vino y trajo credenciales
se va como caliente y murmurando.
Me parece temeroso de encontrarse
con tu andanza de quijote ciudadano.

Alguna tarde se afloja en la cantina
un diario con tu nombre dando vueltas.
Lo releo con los ojos y las tripas
y me alegro de que sigas en tu huella.
Lisandro.



























LISANDRO DICE (tango)


Cómo andarás de oscuro en esas calles
con tu sombra doblando en el misterio,
murmurando a cada paso alguna frase
que ase apaga en la esquina del silencio.

Cómo andarás de bronca en esas calles
obligado de niebla como el resto.
Se acabaron esos sueños de encontrarle
una luna de adoquín a tus potreros.

Cambiaron una noche el santo y seña,
te prohibieron escribir en las paredes.
Llenaron la ciudad de centinelas
que hicieron
la ausencia
de hombres y mujeres.

Y sé que me dirás alguna noche
“ya no puedo vivir de esta manera”.
Una luna de adoquín, justo a las doce,
matará con su reflejo al centinela.

Volverás a sentirte con las ganas
de subir por la cuesta de tu barrio,
de romper esa niebla dura y ancha
escribiendo en la pared
SIGO SOÑANDO.

DECRETO LEY Nº 1 (tango)

Si ese hombre quiere amar
dándolo todo
es un loco de atar.
Maten al loco.

Hay que hacerlo caminar
sobre las llamas,
debemos terminar
con su palabra.

No importa su nombre y apellido
o si es hijo del mar o de la tierra.
Hay que impedir que se extienda lo que ha dicho,
hay que romper su piel y su inocencia.

Nada cambiará si es derrotado,
su voz se perderá en nuestra hoguera.
Hay que impedir que se sepan sus milagros
y esos besos que dio que-los-devuelvan.

Si este hombre quiere dar
su vino claro
no lo dejen llenar
copas o vasos.

Si su sangre es como el mar
corten su cuello,
le debemos sacar
hasta los huesos.
LISANDRO BAILA (tango)


Si lo ven bailar en esa esquina
miren bien que deja alguna estela
alfabeta en luces cuando gira
con perros, malvones y una orquesta.

Este soñador, según parece,
de un tango canyengue se alimenta.
Mastica el rezongo de los fuelles
y bebe el violín cuando se queja.

Pero todo junto es esperanza
tanto en el violín como en el fuelle.
Tiembla en la baldosa su percanta
haciendo del tango lo que quiere.

Se va de las leyes de la danza,
envina lo gris del barrio triste.
Mago que a pesar de cien mordazas
mete bulla, guía y se resiste.

Después de bailar desaparece
dejando un depósito de luces.
Uno allí se mira en lo que siente
y eso gira, gira, canta y sube.






FLORENCIA (tango)


En ese tango-luna subversivo
es ella la mitad de la burbuja.
El color, el compás, Lisandro mismo
hacen la otra mitad de la figura.

Se escapó del comando de la fiaca
quitando de su vida lo aburrido.
No quiso ser “la niña de la casa”
no quiso ser la-niña-del-olvido.

Florencia, la percanta, es la jefa
de todo aquel gentío acorralado.
Ella cuida los ojos de la espera
donde vive la luna de su tango.

Pobrerío cantor el de esta jefa
que en un compás nocturno se subleva
hasta llegar al sol con más de treinta
sin miedo, echando falta; haciendo huella.

Bien, Florencia. Tu luna, tu cadera,
el amor, la pura rabia, tu hermosura,
el cálido temblor que te libera,
todo
ha nacido allí, de tu ternura.





IGUAL QUE LA SOMBRA


No hay lugar para él en nuestra patria,
ni hay lugar para él en estas calles.
Nadie puede escucharle la palabra,
la que dejó brotando aquella tarde.

Se dice que su sombra baila sola
machacando el oído de la gente
con un destino de preñar las horas
en el sexo de un tiempo diferente.

Un tiempo, diferente al de las bestias
que asesinan, torturan y acorralan.
Un tiempo de sudores e inocencias
más verde sobre el verde de la patria.

Hay días que la sombra tiene frío
sin su cuerpo lejano, desterrado,
y bebe en las palomas del estío
esa luz que a lo alto van dejando.

Ayer perdió su cuerpo en mala hora,
ninguno sabe el rumbo que ha tomado,
pero el cuerpo al tocar las mismas cosas
tan igual que su sombra no ha callado.






EL NUEVO VECINO


Cuenta que vivió en un pueblo chico
que en él comió sus horas y damascos,
que se fue de allí siendo maduro
por unas diferencias y un presagio.

Le suelo ver la voz en cicatrices
si el vino que la moja es de aquel clima.
Se tumba en el lecho sin dormirse
fumando en ese barco a la deriva.

Me apura si no crezco en lo que pienso,
me deja entre sus ríos y sus cosas.
Me ha dicho que hay un tiempo de silencio
y afirma que ese tiempo no es ahora.

Opina que si el canto apunta lejos
habrá que cantar a lo más simple,
“a una piedra gastada por el viento
sosteniendo lo poco que se vive”.

Y dice que si el canto suena claro
ha de ser porque toca alguna herida,
que sólo así se espantan los demonios.
Hurgando en sus huecos y guaridas.

Repite que buscando en lo profundo
aún se llena la sangre de jinetes,
galopan en la noche todos juntos
y en fogatas de pueblo se amanecen.

Le suelo ver la copa y las raíces
si el aire que lo cruza es de aquel clima.
Se acuesta en su lecho sin dormirse
sosteniendo el fuego y las cenizas.





























Y OTRO AQUÍ


Y otro aquí, sin país, que se ha caído,
que no sé cómo darle mi palabra.
Tan lleno de silencio,
tan exilio,
tan lejos de todo cuando le hablan.

No sé si recordarle un viejo cuento,
o el café que lo viera más muchacho.
Tan lleno de no puedo,
tan callado,
ahora tan distinto, tan deshecho.

Y ese amigo que andará
de pena en pena
pisará conmigo alguna calle,
tomaremos de la calle lo que deja
desde el sol a la gente y una parte,
una parte de esta vida que se arrima,
que de pronto se desnuda y nos despierta,
que danza en el dibujo que intentaste
a pesar de que algunos no la dejan.

Más no tengo, compañero, aunque quisiera,
te lo digo mano a mano, conversando.
Guardemos este sol que raya en la vereda
por si mañana
no pudiera
acompañarnos.

ALGO DE GUITARRA


Una gaviota no tiene ventanas,
pero si la amas, amas su vuelo,
el color y su celo
canta en su ventana.
Canta.

Una piedra no tiene ventanas,
pero si ella te mira y te deja
su paciencia y sus grietas
canta en su ventana.

La polvareda nunca tuvo alas,
ella lleva todos los caminos
donde fue testigo
y no ha dicho nada
que hoy está cansada.
Cántale a sus alas,
cántale a sus alas.

Si tu tierra no tiene ventanas,
o si en todo caso alguien las cerrara,
cántale en la noche cuando está tumbada,
la tierra sedienta bebe en tu guitarra,
la mano y el ojo de la tierra cantan.
Canta en su ventana,
con toda su gente,
canta en su ventana.















UN PUEBLO SIN MEDALLAS

















UN PUEBLO SIN MEDALLAS (I)


Todo lo que se habla va de sombra, todo lo que quiero se ha secado.
El árbol de la vida se desploma, al tronco algunos hombres lo astillaron.

Todo lo que cansa está en la calle, todo lo que abruma va en decreto.
La miel es prisionera de otros aires, lo dulce se corrompe y ya no es nuestro.

La tierra untaba despacio su trenza de carne y tiempo, tenía lo necesario para levantar su tarea con el resplandor más alto y más claro.
Que había mar, había, y una larga cordillera y una selva, también una enorme pampa y ríos de cuento, ríos con peces gigantes y suaves promesas.
En aquel mar se podían soñar las locuras más profundas, en aquella cordillera se ensanchaban los metales; la selva movía un sobresalto de aventura mientras que en la pampa se cansaba el viento silbando leguas interminables.
Por el lado de los ríos las leyendas caían como hojas en un paraíso salvaje.
Entre aquel dormir y aquel despertar la tierra continuaba trenzando su carne y su tiempo hasta que un sol sin fechas vio aparecer su resplandor más claro y más alto.
Su hombre.
Traía en la boca aquella palabra de metales y de peces., de galope en la pampa; traía el arcón del mar y el rastro de la selva.
En los caminos que abría plantó sus amores contestando al silencio con pueblos y ciudades, respondió con su fragua y su brazo a los intentos de otros hombres de vida cerrada y fortunas ásperas que buscaban adueñarse de la fragua y su brazo, de pueblos y ciudades.
Así en el horizonte se cruzaron las batallas, el día se descubrió marchando sobre cadáveres, fusiles, pieles abandonadas sin querer, sobre un coraje que siempre terminaba poniendo la casa en pie cortando las manos que pretendían llevarse la chispa y el agua.
Los nuestros eran hombres de andar sin medallas en el pecho, nadie los encuentra por aquellos homenajes pálidos y puros, ni en el nombre de las calles ni tampoco en la grieta del algún monumento.
Hacían su historia aparte y para adentro, fortalecidos entre sus galopes y sembrados.
Hicieron su historia para todos.
Fueron su propio bautismo y su vasija funeral porque eran la tierra misma, nada dejaba de caber en ellos.
En sus arados y sus lanzas anillaban la paciencia y la furia; lo mismo más tarde en las fábricas y los trenes, o en el canto o la tristeza.
Carne y tiempo que amanece poco a poco sobre sismos y volcanes. Así de terremoto y tanto de volcán bebió su independencia, sus nuevos caminos, la ropa con que la patria terminaba de vestirse para un baile de centauros; la ropa de siempre con su nueva medida de mar, cordillera, selva, ríos, pampa.

Hablar de aquellos, nuestros hombres, calienta la saliva y afila los ojos.
Es este mismo pueblo que ahora vive entre toques de queda mirando a las manos extrañas rompiendo en cuatro pedazos lo que él levantó con su hombro de níquel y granito.
El que ve cómo le niegan la propia cara del nacimiento, que presencia la herrumbre de las uvas, que señala al traficante de toda su jornada y su cansancio, el que regresa por las noches y cuenta lo que ha visto; y ha visto celestinos presurosos de fortunas ásperas y estúpidos militares como insectos de un juego al calor infernal de una lámpara viscosa, incapaces del error por ellos mismo ya que el rumbo de la desgracia ni siquiera apunta en sus timones; únicamente las manos extrañas pueden indicar la marcha, la prebenda, el arreglo, la sustitución, la mordida; la gran mancha sobre una hoja y dos y cien de nuestro libro sagrado. Peones, peones de un juego, nunca otra cosa. Nunca.

Allí anda nuestro pueblo, tratando de que algo quede en pie; tan pronto se apoya en su fragua, su alegría prohibida, o en su tristeza tan partida y repartida como su carne y su tiempo.
Ahí están las calles de las ciudades sin que nadie pueda desmentir el miedo. Hoy sin precio las calles y sin nada limpio por lo que pueda caminarse.
Por allí anda el humo de las chimeneas, sucio de ser extranjero en su aire.
Ahí está el puerto, repleto de barcos que llevan de todo y no han traído nada, nada más que oscuridades a pagar y un código secreto en el que figuramos tal como los otros nos han inventariado.
Como animales sin flor en la solapa.

Para nosotros han levantado los corrales.
Vamos a las oficinas, al parque, a la iglesia o los andenes y todo es un corral.
Nos andamos tropezando medio mudos y medio muertos haciendo innecesario el cómo te va porque estamos en un corral, y por si fuera poco, por si alguno lo dudara, hagamos lo que hagamos se nos paga con un puñado de avena en nombre de la patria, porque así estamos anotados.
Igual que las bestias.
Como bestias sin canto en la garganta.

Veo que veo a mi amigo, mi amigo,
a nuestros hijos dispersos
sin soles ni agua ni tiempo.
Veo que veo mi amigo.

Veo que veo mi amigo, mi amigo,
cercos de fuego matando
palomas, trigales y pasos.
Veo que veo mi amigo.

Veo que veo, ay hermano! Hermano,
cayendo aquello que hicimos,
se rompe en cuatro pedazos
y se lo llevan los ríos.
Veo que veo los mismos, veo que veo los mismos.
Ay hermano, ay hermano!

Veo que veo a la patria, la patria,
muriendo en los pedregales,
nos niegan hasta su cara
nos quitan sus manantiales.
Veo que veo a la patria,
veo que veo a la patria
cayendo en los pedregales.

Siento que siento a la muerte, la muerte,
pariendo algunos señores,
pudren el barro en que crecen
y espinan nuestros dolores.
Siento que siento a la muerte, la muerte,
pariendo algunos señores.

Miren que miren ahora, ahora,
cómo se mueren las uvas.
Esos señores las tocan
y el zumo llora y se herrumbra.
Miren que miren ahora, ahora,
cómo se mueren las uvas.

Veo que veo ciudades, ciudades,
con ese toque de queda,
está prohibido mirarse
y está prohibido que llueva.
Veo que veo ciudades
con ese toque de queda.

Veo que veo sus calles, sus calles,
con el silencio en el cuerpo,
seco el aroma y el talle
y con el odio despierto.
Veo que veo sus calles
por el silencio y el miedo.

Tengo que tengo tristeza, tristeza,
por tantos hombres perdidos.
Eran de azúcar y tierra,
eran el padre y el hijo.
Tengo que tengo tristeza, tristeza,
por esos hombres perdidos.

Veo que veo, ay hermano! Hermano,
cayendo aquello que hicimos,
se rompe en cuatro pedazos
y se lo llevan los ríos.
Veo que veo lo mismo,
Veo que veo los mismos.
Ay hermano, ay hermano!





UN PUEBLO SIN MEDALLAS (II)


Cabalga con su sombra por la pampa, a veces va relámpago en el cerro.
Se pone de bandera cuando ataca alzado de rabia como el trueno.

En días de trabajo tala el monte cavando en el paisaje algún sendero.
Él vive con lo poco de los pobres marchando sin medallas en el pecho.

Padre de los míos y del viento, dueño de las huellas que hoy te siguen, la noche se abraza con tu cuerpo.
Un río secreto los bendice.

Lo intentan olvidar los que no sueñan, tal vez porque olvidado duele menos.
Él sube a la memoria de la tierra y estalla en la sangre de los nuestros.

Mis hombres lo rescatan de su muerte, lo encuentran en los ritos del coraje, escuchan el silencio del ausente y esperan la vuelta de su viaje.

Qué piensa ese niño mirando a otro niño.
Qué hace aquella mujer hablando al oído de otra mujer.
Y estos hombres qué buscan levantándose para marchar reunidos.
A dónde va toda esa gente.
De qué padre hablan, cuál es la cofradía que pone un solo color en sus miradas.
Por qué beben todos de aquel antiguo cántaro.

El sauce aparece con más ramas que nunca, la fábrica vomita un destello y queda en silencio.

Qué pasa con el mar, qué diablos pasa con el mar.
Quién ha volcado ese santo y seña por las calles, qué son ese brillo y esa sombra en la montaña.
De dónde viene esa orden que ha paralizado al carbón y la vendimia.

Padre de los nuestros, bienvenido!
Padre de los nuestros, bienvenido!
Padre que revives en tu gente, aquí estamos!
Te veo esa rabia en los huesos, veo espuma en cada una de tus manos; quién no ve un polvorín en tus cabellos.
Quién no siente en tus ojos el calor y el frío necesarios.
Quién no ha esperado tus infinitos nombres!

Padre de los nuestros, bienvenido!
Un golpe de tambor, la tierra que abre su verano dejando libre tu paso,
el resplandor más claro y más alto.
Un santo y seña, el pedregal que se curva de tu azul y el molino
donde has triturado el grano blanco
para repartirlo en brazos de rescate.
Un santo y seña azul y blanco
para que la memoria nos diga por dónde debemos pasar con esta carga de amor y de tormenta.
Un santo y seña para que mi verdad
no sea más que la de mi hermano
y para que la suya no me impida caminar,
para que mi brazo y su brazo lleguen juntos a la fragua,
para que no desoigamos tu voz cuando nos gritas…
“Que cada uno salga de su capilla.
Beban los ríos, ocupen las plazas, desaten la miel;
acorralen al que ha profanado nuestro pedregal y el molino.
Persigan a vuelo y a rastras a todos los que agriaron la frente de los niños
y la paciencia de esta tierra.
Que cada uno salga de su golpe y su fracaso
y se sumerja en millones de dolores y fracasos
sino no serán pueblo ni jamás se firmará este protocolo de septiembre.
A esta primavera se la siembra con todos los sudores o no se siembra!
Se la cosecha con todos los cuerpos o se pudre!
Se la sostiene con toda la sangre o se rompe!
Que cada uno salga de su verdad a solas
y la dé de beber como tomará de otra copa la gota de nieve y el vino claro,
las banderas que otro y otros y otros llevaron por cualquier camino naciendo y muriendo, muriendo y naciendo, naciendo muriendo creciendo.
Que cada grupo lleve su canto al otro y aprendan de los demás lo que cantan sobre el hombre, que también se cuenten los barcos en que navegan, los pájaros que festejan, als guitarras que envejecieron y los muertos que viven en sus llantos y sus cuentas.
Si estos muertos no nos pertenecen de nada vale que desatemos la miel, que acunemos el aceite; de nada vale un santo y seña azul y blanco si aquellos, los nuestros, son de unos o de otros.
¿No eran de azúcar el padre y el hijo?

Por nosotros han estallado en su piel y en sus ojos.
Si no son nuestros de qué sirve esta tormenta, ¡Para qué agitaremos estos brazos!

El pedregal azul, el molino blanco. Un santo y seña.
Un pueblo.
Un enemigo, áspero en su fortuna, con sus tíos de adentro y de afuera: con todo el odio y el puño seco con que se han parido.
No somos bestias sin canto en la garganta, ¡somos un canto!
Somos un pueblo. Somos un rescate.
¡Que cada uno salga de su piedra y todos juntos rompan el corral!
Que cada uno flor y piedra.
Que cada uno todos.
¡Que cada uno todos!”

Bienvenido padre de los nuestros.
Bienvenido.
¡Bienvenido!

Qué piensan ese niño y ese otro.
Qué hace aquella mujer hablando al oído de otra mujer.
Y estos hombres qué buscan levantándose para marchar reunidos.
Dónde va toda esa gente.
De qué padre hablan.
Cuál es la cofradía que pone al rojo sus miradas.
Por qué beben de aquel antiguo cántaro.
Qué pasa con el mar.
Que diablos pasa con el mar.

Padre de los míos, Bienvenido.
Padre de los míos, Bienvenido ¡Bienvenido!

¡Padre de los míos que revives en tu pueblo!


Vuela que vuela camino, camino,
tu polvareda rugiente.
Andar y andar de tu gente
truena que truena camino.

Niebla que niebla parece, parece,
trayendo llenas las ubres.
Desde la pampa a las cumbres
niebla que niebla parece.

Puedo que puedo, ay hermano, hermano,
romper los ojos del cerco,
trizar la noche en mis manos
defendiendo lo que es nuestro.
Siento que siento lo mismo, siento que siento lo mismo.
Soy tu hermano, soy tu hermano.
Veo que veo a la patria, la patria,
naciendo en los pedregales.
La vida crece y se lava
de nuevo en sus manantiales.
Veo que veo a la patria,
veo que veo a la patria
naciendo en los pedregales.

PADRE DE LOS MÍOS Y DEL VIENTO
DUEÑO DE LAS HUELLAS QUE HOY TE SIGUEN,
LA NOCHE SE ABRAZA CON TU CUERPO.
UN RÍO SECRETO LOS BENDICE.

LO INTENTAN OLVIDAR LOS QUE NO SUEÑAN,
TAL VEZ PORQUE OLVIDADO DUELE MENOS.
ÉL SUBE A LA MEMORIA DE LA TIERRA
Y ESTALLA EN LA SANGRE DE LOS NUESTROS.

No es que yo salga del aire, del aire,
ni que me empujen los vientos.
Soy esa rabia, compadre,
que me apuntala los huesos.
No es que yo salga del aire, del aire,
ni que me empujen los vientos.

Suelo que suelo llevarme, llevarme,
esto que va en mi cintura,
acero y fuego en la carne
por un pueblo que me busca.
Suelo que suelo llevarme, llevarme,
esto que va en mi cintura.

Vengo que vengo de nuevo, de nuevo,
con tantos hombres perdidos.
Vayan con ellos creciendo
y yo con ellos lo mismo.
Vengo que vengo de nuevo, de nuevo,
con tantos hombres perdidos.

Cuiden que cuiden hermanos, hermanos,
cada pedrusco ganado,
que nadie pierda las ganas
de aguantarlo en nuestras manos.
Cuiden que cuiden hermanos, hermanos,
cada pedrusco ganado.

¡Veo que veo a la patria, la patria,
naciendo en los pedregales,
la vida crece y se lava
porfiada en sus manantiales,
veo que veo a la patria
naciendo en MIS pedregales!

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