Argamasa (Novela por entregas) de Elvio Zanazzi

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Hace muchos años gobernaba en China un emperador al que llamaban “Hijo del Cielo”. Era un hombre muy poderoso. Un día le trajeron de regalo cincuenta y cinco vasos de porcelana azul, hermosos. El emperador quedó impactado. Tan emocionado y feliz estaba que mandó a construir en el palacio un salón exclusivo para exhibirlos. Tanto admiraba su regalo que mientras los albañiles levantaban la nueva construcción él viajaba por la ciudad con los cincuenta y cinco vasos en una caja. Para viajar utilizaba el transporte público que se había inaugurado con bombos y platillos hacía poco tiempo. Hijo del Cielo había llamado a licitación para el servicio de transporte pero en realidad ya se sabía de antemano quién se haría cargo de ese negocio. El turbio concurso no tuvo sorpresas: la empresa “Hernández” fue la ganadora. ¿Hernández en China? Pues sí. Carlos Hernández era un argentino que había vivido en el campo de su familia toda la vida. La familia se dedicaba a la agricultura. Eran varios hermanos y en la época de la trilla el campo se veía poblado de trabajadores que hacían su campamento en medio de las parvas y compartían asados y guitarreadas nocturnas. Pero sucedió que en una de esas jornadas un joven poeta visitó el campo de los Hernández para conocer el fenómeno de la trilla del trigo. Una noche, el poeta recibió una visita anónima y fogosa que resultó ser la esposa de Carlos Hernández. El poeta se fue al otro día y Carlos Hernández a la semana, previo cobro de su parte del campo. Y loco de desencanto partió a China. Parece que además de “engañado” Hernández era un adulón amigo del poder. Y entre las cuitas que arrastró consigo se llevó unas yeguas mansas y unos vasos de porcelana que –según decía- habían llegado al campo con sus bisabuelos moros. No tardó casi nada en ubicar el Palacio y llevarle el regalo al Emperador….

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El regalo que Hernández le hizo al emperador generó una relación de íntima amistad. Y también posibilitó que el argentino se convirtiera en empresario. Hijo del cielo viajaba con sus vasos en un coche especial tirado por las mejores yeguas cuando el cochero se detuvo en una esquina. Había una manifestación de trabajadores que reclamaban porque el pasaje de transporte público estaba muy alto. ¡Apura! dijo el mandatario al cochero; éste revoleaba latigazos a diestra y siniestra a sabiendas que si no lograba huir de la concentración sería sancionado. Y ya se sabía cómo eran las sanciones en el Palacio: a Chao Yaun, encargado del cuidado y la limpieza de los vasos, le cortaron la cabeza porque se le cayó uno al piso. Logró zafar el cochero y regresaron a la holgazanería imperial.
Y fue allí, en ese regreso impetuoso e inesperado, fuera de la hora corriente, cuando Hijo del cielo vio salir a Hernández por la puerta privada de acceso al Palacio, la que estaba vedada a todo el mundo siendo de exclusivo uso del emperador y la emperatriz.

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Hijo del Cielo ingresó escoltado por los guardias. Tenía el ceño fruncido y se frotaba los dedos de la mano derecha. No parecía estar más crispado que de costumbre. Su espíritu guerrero y la autoridad legada por generaciones habían templado en él un aire de sublime paciencia. Nadie notó su desarticulada y sanguínea expresión que le había generado un temblor irregular en el párpado izquierdo.
-Eres bienvenido- dijo enfática la emperatriz, sorprendida por la prontitud del regreso de su esposo.
Ha habido una manifestación en la calle de los Arcos –habló con firmeza, sin mirarla y colocando su capa en una percha de oro el emperador-; “el vulgo reclama por el costo del transporte. La culpa la tienes tú por haberme sugerido permisividad con el pueblo, paciencia con los proletarios, piedad con los cultivadores, caridad con los artesanos. ¡Todo un pergamino de resuellos y bondades tenía preparado la emperatriz! Y no sólo eso. También un petitorio de autorización para aumentar el boleto de transporte, ya que le había parecido a la señora que en la cena del jueves el joven Hernández se había abstraído de tal requerimiento por respeto a la sobremesa”… pero habían quedado por interpretadas –interrumpió la primera Dama- las razones necesarias para tal aprobación en tanto vos mismo, mi Señor, te habías quejado del alto costo del heno y de los alquileres de las caballerizas producidas por la crisis financiera en el país del Norte.

¿Has contratado ya otro cuidador para los vasos?
Pues he citado al señor Hernández para que sugiera algún candidato que quisiera correr el riesgo de perder su mano o su cabeza, pues tu mismo has dicho que Hernández viene de una raza de hombres sufridos y conoce como nadie a los audaces y desesperados.

Al otro día el salón exclusivo para colocar los cincuenta y cinco (ahora cincuenta y cuatro ) vasos de porcelana azul contaba con los servicios de un nuevo cuidador, a quien el emperador le había dado las recomendaciones de rigor: Si un vaso se raya, te cortaré la mano; si un vaso se rompe, rodará tu cabeza…

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El reciente cuidador de vasos era un joven llamado Solgo y pronto sería requerido para otros quehaceres. Pero de ello diremos luego. Hablemos ahora de la emperatriz Lin Yo Huan, de la dinastía de los Sindares . Proveniente de una tradicional familia de Pekín, Lin se crió en palacios y jardines cumpliendo las tradiciones de los elegidos. Hija de padre guerrero y de madre sumisa y tierna, vio pasar desde pequeña las bondades de los privilegios y las maldades del poder. Su niñez transcurrió en la cáscara del poder. Educada con las formalidades de los arcaísmos familiares mostró desde temprana edad habilidades y talentos que sorprendían a los grandes Maestros del Palacio. Era conocida la rigurosidad de la enseñanza; en ello los Sindares se destacaron por décadas. Los mejores maestros eran traídos desde cualquier punto de China, bien pagos y absorbidos íntegramente para la educación de los futuros gobernantes del mayor imperio del planeta. Lin se las arregló para –además de cumplir con las normas de vida tradicional- “espiar” la vida real fuera del Palacio. Utilizó hábiles recursos que le permitieron salir con maestros y custodias fuera de las anchas paredes y enormes salones de la residencia. Reveló vocación por la botánica y pasión por las especies, inclinación que poseía pero exageraba para habituar visitas al campo y exploración del bosque y vegetación de la comarca. Allí descubrió Lin que la vida de los otros no era parecida a la de ella, que había pobres por doquier y sonrisas y tristezas en los rostros de la gente.

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En una de aquellas salidas Lin despertó un marcado interés por el arte, la pintura en particular. Una tarde se escabulló entre la muchedumbre para sumergirse en la plaza de los mercaderes. Allí podía encontrarse de todo, desde baratijas de Indonesia, hasta cueros de osos de la montaña Lam, verduras frescas de la zona central y cadenas de metales brillosos falsos y verdaderos portados de contrabando desde el Hong Kong. Cubierto su rostro por una pañoleta de seda, vestida con las ropas típicas de uso popular y calzando un sombrero vulgar, la jovencita festejaba su complicidad con su nana quien había conseguido los atuendos.
Lo cierto es que en el mercado descubrió un puesto de ventas de pinturas que la dejó paralizada: los cuadros reflejaban un realismo conmovedor; los colores eran tan auténticos que cuando Lin vio los verdes imaginó las ranas del arroyo, el negro de las noches sin luna, los rojos de un emocionante atardecer en las colinas de primavera. Quiso saber quién había pintado esas maravillas.

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Solgo no sabía cuándo sus ancestros habían llegado a China provenientes de Corea. Las guerras, las invasiones, los lutos de tantas muertes, arrastraron familias, o lo que quedaba de ellas, a los lugares donde la suerte y el destino no siempre prodigaban. Había que tener un espíritu muy alto para sostener la vida en épocas donde morir era más fácil que vivir. Solgo, desde muy niño, leía durante largas horas; solía vérselo en las orillas del río, debajo de algún ailanto. Ciertos habitantes de aquellas comarcas se sorprendían de ver al niño durante horas leyendo. Algunos solían acercarse a curiosear esa actitud extraña. Cuentan las voces que traspasaron las fronteras de los años que cuando se le preguntaba a Solgo qué leía éste respondía simplemente: gusto de los dibujos que tienen estas hojas que son hijas del Jikji según me ha dicho mi abuelo.

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No tardó más que unos segundos la entonces futura emperatriz Lin en saber que Solgo, el Pintor de las Montañas Diamante, era el autor de esas obras tan vívidas. Esos cuadros de colores tan reales no eran obras estancas de las que duermen en las paredes colgadas y solas. Los objetos y las personas dibujadas y pintadas por aquel artista parecían girar y detenerse, observar a quien atizara sus emociones ante cada pintura. De aquellos lienzos brotaban rojos los lichis latiendo, hinchándose y volviendo a brillar, un cisne cantor aleteaba y el observador del cuadro se quedaba perplejo cuando alguno de ellos apuntaba su largo pico negro hacia el reflejo del sol que se colaba entre los árboles del mercado.

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Hay que decir a esta altura -para no confundir a lectores- que Solgo, el Pintor de las Montañas Diamante, era el abuelo de este Solgo que andaba años después, de jovencito, cuidando vasos de porcelana azul, tan caros como la actitud -que por menos de caprichosa no podemos citar- del emperador Hijo del Cielo.

Confusión posible disipada, se aclara aquí que Solgo el jovencito, heredó ciertas virtudes artísticas de su abuelo, pero de manera tácita recibió esa especie de halo que las voces de la tradición popular mencionaban solía vérsele algunas veces a Solgo, el Pintor de las Montañas Diamante. Inclusive llegó a mencionárselo en algún poema juglaresco de la época, de los se cantaban en plazas y mitines: En las Montañas Diamante En huesos oraculares Desciende Solgo el Pintor Con Pinceles de Oro y Sable...

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Una tarde, Lin salió como siempre a recorrer el mercado, los bosques y la orilla del río, acompañada siempre de su Nana. Al principio de aquellos episodios, la caminata estaba organizada con la severidad de las costumbres y el estricto cuidado de los guardias del palacio, que -por expresas indicaciones del Jefe Won- respetaban a rajatablas un mapa de ruta y ostentaban un despliegue que a poco de cuidar la seguridad de la niña, alertaban a todo el pueblo con sus colorinches, trepidar de caballos y ruidosos movimientos. Esa tarde, Lin se las ingenió para simular -con la complicidad de su Nana- quedarse durante largo rato pintando un acuarela en un claro del bosque; ambas terminaron en el mercado mientras los guardias cuidaban sólo paletas y pinceles. Lin no quería otra cosa que llegar al mercado y admirar los cuadros del Pintor de las Montañas Diamante y había entablado con él una espacie de comunión de espíritus -así contó años después su Nana- en el que los dibujos, los colores, las imágenes parecían salir del cuadro y dialogar con ellos. Hubo una entrañable adoración entre aquel anciano y esta niña de entonces, una secreta y mutua admiración.

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En aquella ocasión el anciano artista reveló a Lin un hecho maravilloso: era sábado, fresco y soleado, el mercado atestaba de visitantes. Pero el Pintor de las Montañas Diamante cerró su puesto e invitó a Lin -con una delicada reverencia- a ingresar a un sector vedado al público. Lin, su Nana y Solgo salieron por un pasillo pequeño cada vez más estrecho y oscuro; el maestro guiaba con una tenue luz de linternín.
Los Mercados que se precien de verdaderos deben contar con esos pasadizos que vistos desde los ojos de cliente despiertan en la imaginación un sinnúmero de probabilidades mágicas. ¿Quién alguna vez, estando en un Mercado de una ciudad importante, no ha imaginado diversos escenarios posibles en ese mundo que parece una embajada fenicia? ¿Quién no ha mirado con los ojos de la ilusión, esos que fabrican distancias y recuerdos? Veces hubo en que se ha encontrado en una silla, con el codo apoyado en la mesa, un pucho fumado a pitadas de culpa, allí, en ese lugar preciso, al más grande poeta del lugar o a la más extraordinaria de todas las cantantes del mundo comprando una baratija, riendo a carcajadas. Es el milagro de un sueño que cada persona puede crear asistiendo a un mercado. Por esos secretos laberintos marchaban tres almas con sus cuerpos, tres historias distintas, generaciones de tres tiempos memorables, con pasos de silencio y una confianza que nada averigua, tan solo el instinto de los buenos vientos que irremediablemente conducen a lugares comunes del corazón.

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Treinta años después de aquellas aventuras la emperatriz Lin Yo Huan, de la dinastía de los Sindares, camina por los amplios corredores del Palacio. Lleva el ceño fruncido y está desarreglada. Sus atuendos no lucen con la exquisitez y donaires habituales sino extrañamente desalineados. La emperatriz camina ligero, casi podría decirse que corre. Detrás van sus asistentes con rostros desconcertados. Las figuras que decoran lo imponente del palacio van quedando atrás como guardias perdidas. Dragones esculpidos en mármol, olas de un mar de piedras saliéndose de las paredes, animales mitológicos y rayos de sol naciendo de las más eternas maderas que conforman la estructura del edificio, surgen y se pierden en instantes. La emperatriz apura sus pasos, va en búsqueda de un lugar, una habitación, un sitio al que debe llegar antes que sea demasiado tarde.

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Al joven cuidador de vasos se le ha caído uno. Pedazos de cristal, azules por doquier, están esparcidos por el piso. Si bien el muchacho ha tratado de seguir con cuidado las instrucciones del emperador, los nervios, el cansancio, la cabeza puesta en otra idea.. Un vaso cayó y la cabeza de Solgo estaba destinada a rodar tal como lo había indicado el emperador antes de darle la tarea. El anterior cuidador había tenido ese destino; no hay piedad a la hora de ejecutar órdenes. Se sabe, por los años de los años, que así fue siempre en la vastedad del imperio. Solgo mira azorado las esquirlas de vidrio. Algunas aún se mueven en el piso como perlas burlonas. Dos guardias lo tomaron ya de los brazos para arrastrarlo al encierro previo al cadalso. Solgo no llora pero su rostro denota un dolor que parece nacido cien años atrás. Sus pies no indican los pasos; lo llevan casi a los saltos y entonces la emperatriz se cruza con ese cuadro patético que trae la muerte cercana y allí mismo ordena a los guardias que se detengan. Uno de ellos, el más arriesgado y decidido, le dice respetuosamente que están cumpliendo una orden del emperador, Permítanos continuar su alteza.. Lin Yo Huan mira a Solgo cuyo rostro parece perdido en extraños tiempos; esos rostros que miran sin ver, que tienen nariz y orejas y ojos y frente, y miran, pero esa mirada parece estar en otro lado, en otro tiempo, en distintos paisajes y recuerdos. Ante el breve silencio los guardias se llevan a Solgo.

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Hijo del Cielo no era emperador de convencer así nomás. Tradiciones de autoridad, reverencia a una cultura de poder, instancias ligadas al máximo machismo, el honor y otras circunstancias ligadas a los palacios imperiales, hacían poco probable el cambio de una decisión. Dar marcha atrás a una orden no estaba en los manuales del buen emperador, ni en los legendarios libros de historia donde los hombres fuertes jamás retrocedían. Las primeras palabras de la emperatriz sonaron trágicas; le habló de la miseria que traería otra muerte al corazón del emperador, máxime tratándose de un jovencito de ¿Cuánto, diecisiete? ¿Puedes ordenar la muerte de un joven casi niño sin que te pese nada? ¿Por unos vasos solamente? El argumento siguiente, más acentuado en los gestos y ruegos, fue interrumpido por Hijo del Cielo con un discurso breve y terminante: Nunca había visto a la señora tan interesada en la defensa de la servidumbre, ni de ningún vulgo miserable. ¿Acaso no estará la señora rociada de alguna humedad desconocida para mí? Lin Yo Huan llora. Camina hacia la gran puerta de roble mientras el emperador, de espaldas, repasa el cuello de su camisa frente al gran espejo. Tal vez-la voz rota como los vasos-deberías quedarte frente al espejo para ver mejor. La puerta fue cerrada con una violencia inusual. La última vez que había generado tamaño estrépito fue cuando la noticia de la muerte de la anciana madre del emperador.

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La noticia corrió como reguero de pólvora por las calles de la ciudad. En la plaza de los mercaderes no se hablaba de otra cosa. Muy pocos permanecían callados y abstraídos de la desgracia sucedida en el palacio. El abuelo de Solgo, aquel pintor de las montañas Diamante, vivió más de cien años y supo ganarse un lugar en el corazón de esa geografía social de China. Su nieto, cuya ausencia de padre y madre no será explicada en estos capítulos pero tal vez pueda tener un párrafo al final, también es un muchacho conocido. Ha heredado del abuelo, como ya hemos mencionado, virtudes artísticas y otras habilidades de las que nunca se jactó ni dio uso, por ser una persona transparente y bondadosa. Esta vez, es su cabeza la que rodará por el piso en el siguiente amanecer. Todos esperan un milagro. Y además, cierto clima de hostilidad anda rondando los bullicios de la plaza, las oscuridades de los bosques, los rincones del templo: la sumisión a los reinados, las lealtades eternas, pueden fenecer por los abusos del poder, los altos impuestos a los pobres, la falta de oído a los murmullos de los comerciantes y artesanos. Ahora, ejecutar a un ciudadano inocente, conocido por gran parte de la población, puede sumar al emperador un nuevo desgaste, esta vez más violento que el solo hecho de aumentar el boleto de transporte.

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Carlos Hernández bebe en su cabaña montañesa. Es el anochecer. El ahora empresario mira por la ventana cómo la luna gana la batalla a la noche. Es hombre que viene de tierras nuevas pero a veces se siente un viejo. A pesar de escasearle escrúpulos ostenta algunas debilidades emocionales que suelen acrecentarse según las medidas de vino de arroz. El paisaje le recuerda al sur argentino cercano a la montaña, su antigua tierra abandonada por un amor esquivo y traicionero. En más de un atardecer a Carlos Hernández lo atropellaron los recuerdos y la nostalgia le apuñaló afanosa la boca del estómago. Hoy ha estado en la plaza intentando en vano negociar unas joyas que nunca aclaró si eran también herencias de bisabuelos. Lo cierto es que el transporte público le sumaba cuitas pero no las suficientes como para asegurarse un futuro mediato sin restricciones económicas. No dio con su contacto para el asunto. Éste, habría estado ocupándose de cuestiones más urgentes que la compra de una joya. En la plaza y sus alrededores Hernández oyó los murmullos y los enojos. Escuchó palabras en tono elevado, nada habituales en una zona tan fiel a las lealtades imperiales. Siempre, las voces del mercado y de la plaza, eran casi un arrullo, salvo el de algunos vendedores exaltados, generalmente extranjeros, que intentaban vender sus piezas a cualquier regateo. Las voces eran de reproche al exceso de poder, pero las había también -y más temibles- de runruneo que denotaba complicidad grupal. Artesanos, artistas, conductores de carruajes y comerciantes, se agrupaban en un cuchicheo que iba en aumento y a más de uno debieron callarlo a golpes porque se sobrepasaba en los comentarios y parecía descubrir alguna trama.

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Es alta la noche pero Carlos Hernández está llamando a la puerta del Palacio. Se ha puesto un sombrero de corte inglés, extraño al paisaje oriental y más aún en esas horas de la noche donde el recado que lleva no implica exposición pública ni coqueteos. Tal vez se haya puesto ese sombrero para impresionar la severidad del Emperador, para dar fuerza a su argumento, si es que una prenda de vestir, un atuendo regular de Europa, pudiera pesar en tamaña situación. Aquí cabe aclarar que tales urgencias no le eran ni cercanas, ni siquiera remotas a una conciencia tierna que pudiera pensarse en un jefe, en un estadista. Hijo del cielo no era estadista pero sí jefe; aprendió los secretos del poder y en la firmeza basaba su reinado. Si por tantísimos años esa forma dio pruebas de efectividad por qué habría ahora, ante un simple, esmirriado, olvidable infeliz, desistir de una orden tajante, en el fiel sentido de la palabra. Espero que tu presencia aquí por estas horas tenga un motivo trascendente, una partida de Wei Qi, una propuesta de mejorar el servicio de carruajes, una dama que quieras presentarme.... Hijo del cielo estaba desencajado. Cargaba con un vaso tambaleante y ojos de furia. Los ecos de la discusión con la emperatriz aún resonaban sobre los tapices de la sala dorada, como chillaban en la cabeza del emperador los sonajeros de la traición amatoria, la sospechada relación entre Lin Yo Huan y Carlos Hernández. Me disculpo por la hora y la molestia -habló el argentino- pero me urge decirte, por el aprecio y respeto que te guardo y la fidelidad que te debo, que debes suspender la ejecución de ese muchachito. Hay muchos rumores en la calle. Perderás vos, perderemos todos tus más fieles cercanos ante esa muerte. Sólo debes suspender, postergar la decisión para más adelante. En un tiempo todos se olvidarán del asunto, no perderás autoridad y serás visto como un hombre piadoso. Hijo del cielo lo miró fijo, pensó un instante y sin decir palabra se retiró a su habitación. y al otro día, a Carlos Hernández, lo nombró Ministro.

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El joven Solgo pasó la noche despierto. Antes que el alba ganara las altas rejas de la pequeña ventana levitó como una pluma en la madrugada. Una pálida sombra parecía empujarlo desde el pedroso suelo del encierro, y como un ave transparente, casi blanco, casi gris, como una bruma de otoño en la montaña, Solgo humedeció los herrajes del calabozo y se perdió entre los árboles y el amanecer.



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