martes, 21 de junio de 2011

CHAU MAMA, ME VOY P’AL CIELO

En la familia Batalla, el que no es médico es loco.... Y no hay ningún médico en la familia. Eso solía decirse cuando se remitía a la genealogía de uno de los apellidos más populares y también más queridos de nuestro pueblo. Porque los Batalla eran buena gente, casi todos muy trabajadores, vecinos sin abolengo pero con muchas virtudes. Eso sí: tenían fama de ser de arranques repentinos, en frío. Poco les costó entonces apropiarse todos los Batalla del apelativo de “Loco”, que fue cayendo como cascada hereditaria en cada uno de los nacimientos masculinos. Si era varón, sería el Loco Batalla, no importaría si resultara ser un hombre atinado y prudente, médico, barrendero o pacifista. Igual aquí, se nace y se vive en razón de las definiciones precisas y -en muchos casos exageradas y hasta injustas- de una sociedad ávida de motejar a los demás.
Roberto Batalla sería el cuarto varón de la familia. Y este sí que se lo ganó rápido al apodo. Apenas en la escuela primaria, provocó la renuncia de una maestra que al descuidarse, permitió que el niño hiciera de Tarzán hasta la comisaría vecina, con una soga que colgó de la planta de pipas. Su arribo aéreo a la zona policial estimuló el alboroto de algunos presos momentáneos que por poco se le amotinan al comisario. De chiquito le gustaban las alturas. A los ocho años ya mostraba orgulloso las marcas de sus travesuras: fractura expuesta en el codo izquierdo producida por una caída de cinco metros de altura, cuando quiso bajar un nido de cotorra desde un viejo eucalipto.
Por eso, que a los treinta años se le ocurriera experimentar con aquella idea, no asombró a nadie. Si la cigüeña –que es bicho pesado- vuela, el hombre debe volar. Esa premisa lo siguió al Loco durante largo tiempo, y tanto la repetía por todos lados, que terminó por creérselo definitivamente, y así, obrar en consecuencia.
Lejos habían quedado ya las experiencias de comer lombrices, o esconder los ojos detrás de una hinchazón prominente por picadura de abejas con las que –según el loco- mantenía un fluido diálogo sobre cosas profundas.
Lo del peso de la cigüeña no tiene demasiado fundamento técnico, pues ese ave ciconiforme no llega a pesar más de tres kilos. Tal vez la extensión de dos metros de una ala hasta la otra, quizás la longitud de un metro del bicho, a lo mejor las características morfológicas cuyo contraste entre el color blanco de su cuerpo y el negro del final de las alas, o el pico largo, o sus patas altas y rojizas, hayan impresionado tanto al Loco Batalla como para decidirlo a la comparación con el Hombre-Cigüeña, y su argumentación respecto de aquella idea trabajada minuciosamente durante tanto tiempo.
Por lo demás, no tiene mucho punto de coincidencia. La cigüeña se alimenta de roedores, reptiles, peces y langostas, y pone huevos. Pero hay un elemento que probablemente haya seducido al Loco Batalla para relacionarla con el ser humano: el vuelo. La cigüeña anida en árboles de gran porte, así como en edificios altos de los pueblos, en sitios complicados para el acceso de personas tales como campanarios de iglesias o chimeneas. Y en el campo se la suele ver después de las cosechas, cerca de lagunas o cualquier espejo de agua. En definitiva, es un bicho libre, acróbata, migratorio.
Seguramente todas estas cuestiones hayan apasionado tanto al Loco Batalla para decidirlo a comenzar con la construcción de un arquetipo similar a las formas de la cigüeña, una estructura liviana y lo suficientemente equilibrada en peso, medidas y articulación que lograsen que un hombre pudiera volar por motus propio, sin la ayuda de motores ni combustibles. Vuelo a sangre, o vuelo a viento nomás, repetía el loco en el café del club, ante sus amigos y parientes, y sólo, en el galpón del fondo, donde alistaba alambres, plumas, pegamento y trozos de tela.
Cuando consideró que todo estaba listo, y luego de haber realizado varias pruebas en pista, dio la noticia a su familia. El domingo, a las diez de la mañana, tendría su vuelo de bautismo. Lo comunicó en el almuerzo, que era el momento de reunión familiar, y les pidió que estuvieran todos. Que en próximos vuelos tal vez invitara a otra gente, vecinos y amigos, pero que por ser el primero prefería limitar el privilegio a su entorno inmediato, lo cual emocionó a su madre, provocó la tos nerviosa de su hermano menor y un silencio mezclado con descreimiento por parte del resto de los comensales.
El tiempo se convirtió en cómplice de la heroica aventura del Loco Batalla. Era una bella mañana de sol, con la brisa regular de la cercana primavera y la escasa humedad que permitió que los techos de los extensos galpones de la casa de campo evaporaran pronto los últimos vestigios de rocío. La familia se reunió en su totalidad, en tierra, a unos veinte metros del galpón tal como lo solicitó el futuro hombre cigüeña. El Loco subió la escalera, ayudado por su hermano más chico, el más enfervorizado entusiasta por lo que vería en instantes y al que se notaba menos perturbado. El pequeño lo ayudó también a subir la estructura de vuelo: dos alas enormes y un armazón de alambre, dentro del cual, el Loco Batalla se lanzaría al vacío.
Cuando todo estuvo listo, el Loco se dirigió caminando lentamente por el techado de los viejos galpones, en dirección contraria a la zona de despegue. Su madre había entrecruzado ya los dedos de sus gastadas manos, rezando en voz baja. Los demás miraban fijamente la punta del techo del galpón esperando nerviosos la llegada del hombre. Fue un instante de dudas para ellos. Unos, pensando en que podría caerse con desenlace trágico, otros, especulando interiormente con un futuro promisorio para todos, porque si salía bien, eso iba a trascender y posiblemente derivar en próximas presentaciones con alguna recaudación extra a los ingresos económicos del hogar. ¡Ahí viene! –gritó el más chico- y comenzaron a oírse las fuertes pisadas sobre las chapas, cada vez más cerca, cada vez más ruidosas.
Cuando hubo llegado casi al borde del techo, el Loco Batalla, jugado en su carrera, dio el grito de guerra: ¡Chau mama, me voy p’al cielo! Y se arrojó al vacío, extendiendo una longitud de brazos y alas de casi cuatro metros. Los siguientes tres segundos transcurrieron entre confusiones, choques y gritos de la familia, algunos buscando ayuda para llamar una ambulancia, otros, para tratar de sacarlo de la parva de guinea. La pluma de un ala se fue volando suavemente hasta perderse pronto en la mañana tibia.


Elvio Zanazzi

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