lunes, 12 de diciembre de 2011

EL EVANGELIO SEGÚN LA NONA

Navidades y día de la madre la reunión familiar era en el campo, en la chacra donde vivía la nona y también míos tíos y mi primo Ángel. Nosotros antes también vivíamos en el campo pero nos habíamos mudado al pueblo porque mis padres querían que mi hermana pudiera ir al secundario. Para el 25 era un ritual para mí muy esperado, disfrutado, feliz, ir a la casa de la Nona. Mi padre nos sacaba tempranito y llegábamos a la chacra antes de las diez. Mi tío Ñeco hacía ya unas cuatro horas que había puesto el cordero al asador, que era, año tras año, el clásico anual de los 25 de diciembre. El Tío Ñeco ponía el cordero y los demás el resto de las cosas, a saber: mayonesas, infaltables, fiambres para la entrada, lechón frío, ensaladas de papa y huevo. Con los fiambres ya había una entretenida competencia porque éramos muchos para navidad: no menos de cincuenta. Eran mis cuatro tías y tíos por parte de padre, las hijas casadas de mi tío Ñeco, mis primos, varios, el Nene del tío Ricardo que a su vez venía con toda la familia de Buenos Aires, mi Tía Negra con el marido Pepe que venían de San Nicolás. La chacra se poblaba de gente, autos, comidas y mucha bebida. Decía de los fiambres y la competencia. Los que venían de un pueblo cercano que se llama gobernador castro alardeaban con que los mejores salamines eran de ahí, facturados por un gallego de apellido Pedra que, pues que no hay con qué darle. Mi primo mayor, que todos los años liquidaba un capón de 300 y picos de kilos saltaba con que los condimentos del gallego Pedra dejaban a los chorizos muy fuertes, repunantes –decía mi primo- porque le pone mucha nuez moscada. Las discusiones iban y venían y el tono si bien a veces era un poco alto, nunca resultó ofensivo ni agraviante y además los debates chorisescos se matizaban con reiterados viajes al tacho de 200 litros, partido, dividido en dos, que oficiaba de antecesor del freezer, claro sin luz eléctrica, que no había entonces en aquella colonia rural. Esos medio tanques contenían barras de hielo que se encargaban con anticipación en el negocio de Badino, en el pueblo, y entre medio de las barras de hielo volúmenes navegables de alcoholes varios en hermosas botellas y variantes: sidras, cervezas, vinos blancos, dulces y moscatos, algún mistela fanfarroneado por el nene del tío Ricardo, tintos de diverso origen, pero todos de batalla, ninguno de alto costo, nadie se jactaba de sabedor de vinos. Sólo bebían con placer y devoción.
La casa, una vieja construcción bastante vencida por el tiempo, era un enorme templo de paredes altas, tejuelas y tirantes ahumados y arañosos, piso de tierra en toda la casa, el baño allá atrás, lejos. Un corredor enorme en el frente que era donde se almorzaba; ahí se ponían esas mesas largas, de madera buena que había en el campo y se completaba con tablones sobre caballetes, todo cubierto con hules de flores y agujeros varios y donde no alcanzaba el hule le ponían papel de manteca. La punta de aquel lado se reservaba para mi tío Ñeco, que no tenía ni cerca vocación de liderazgo ni presunción de autoridad mayor. La ubicación de él allí obedecía a principios prácticos: Desde esa punta le quedaba más cerca el asador y la mesa chica donde se cortaba el cordero que –con perdones y disculpas a los impresionables y vegetarianos- era una verdadera exquisitez, un manjar que cada año alimentaba y complacía a una buena parte de aquella mi familia de origen italiano, gritona y exagerada, sencilla y pobre, que se reunía en navidad simplemente con el único y maravillo objeto de encontrarse, de encontrarnos. En la otra punta de la mesa se turnaban dos sillas mi Tía Marieta y mi madre; porque ese lugar estaba cerca de la entrada a la cocina, que era el lugar de abastecimiento de cubiertos, ensaladas, mayonesas, y todo cualquier otro elemento necesario para que a nadie le faltara nada. Esa comunión para mi es la verdadera navidad, esa sensación de unidad, de afecto, de todos juntos.. Los asientos eran básicamente bancos de madera y se completaba con sillas de toda variedad. Los perros merodeaban la zona a la espera de algún hueso solidario; los chicos comíamos sin hacer renegar a nadie, a la pronta espera de lo que venía después, una tarde de partido de futbol para bajar la comida, escondidas detrás de los galpones y entre el cañaveral, trepadas a los árboles. Había en casa de la Nona un damasco, dos ciruelos: uno de frutas amarillas y otro de coloradas, dos higueras, varios limoneros y diversos naranjos y muchas plantas de citrus. Una planta de mandarinas y una de granada, mucha ligustrina en los costados y separando el patio grande, poblado por mar de tierra siempre regada, canteros triangulares con medios ladrillos de punta que oficiaban a su vez de separadores de senderos, con flores y altísimos pinos, paraísos y otros árboles que jamás olvidaré.
En el medio de aquella algarabía la Nona caminaba la casa con la soltura de los años, la flacura de su diabetes, su carita pícara y lombarda, sus anteojos grandes y su voz alternada entre español a la fuerza y dialectos de su primera patria. Caminaba tan suave, no lento, sino suave, como sin pisar, como desapercibida, con un vestidito azul que tenía un bolsillo adelante. En ese bolsillo escondía un pedazo de queso de rallar, que así se vendía el queso en esos tiempos, sin rallar, y en el campo se iba una vez por mes al pueblo así que se compraban media horma. El queso era su pasión, pero lo tenía prohibido por la diabetes. Entonces la Nona los robaba lisa y llanamente y mis tíos y mi primo Ángel ya no sabían dónde esconder la media horma para que la Nona no se apoderara de sendas tajadas. También guardaba pedazos de queso en un cajón del ropero de su pieza, siempre cortados desparejos, como arrancados de su molde. Cuando la descubrían y la retaban ella sacaba su aminorada voz de retumbo italiano y les decía, ma.. por un pedacito.. qué me va a hacer, y hacía un gesto de fastidio sin pedir disculpas, molesta con la intromisión de los hijos en su menú lácteo alterador de la diabetes.
Aquella liturgia navideña se interrumpió cuando murió la Nona. Aquella viejita de perfil bajo, que disimulaba su presencia entre todos sin pretensiones ni arrogancias, cedió finalmente a la diabetes, o quizás, lo pienso ahora, a tantos años de luchar, tanto sacrificio para intentar salir de la miseria, para adaptarse a un mundo de dos patrias, de nunca volver a su villa Pasquali, la lombardía, tener dos idiomas y no tener ninguno. Eso lo pienso yo, ella, vaya a saber, andaba por la chacra disimulando o tal vez encontrando su lugar en el mundo.
Ya no se repitieron navidades en el campo. Las familias suelen dispersarse, los vínculos se dañan por asuntos tan torpes como los chismes o el dinero y mis tíos con el tiempo se mudaron al pueblo, remataron tractores y herramientas, alquilaron el campo y voltearon la chacra.
Cuando aquellas navidades yo rondaba los diez años.
Volví con los años, cuando andaba por treinta. Llevé a mis hijos para que conocieran el lugar de mis días de niño. Pero no encontré nada. Me guié a duras penas por lo que supuse había sido el camino y estacioné el auto entre surcos de tierra donde se me ocurrió que antes había estado el portillo de ingreso al patio. Busqué vanamente el ciruelo amarillo, las higueras, las puntas de ladrillos saliéndose de aquel patio, algún rastro de escombros, de cimientos, algo que me permitiera rearmar una foto de aquellas jornadas memorables. Pero no pude. Pensé en ese instante que al progreso a veces hay que pagarle muy caro, con la propia historia. Sólo unas poquitas cañas de aquel cañaveral tupido sobrevivían escuálidas. Tomé de la mano a mis hijos, quebrado de pena, y mientras subíamos al auto para ya nunca volver, me pareció ver a la Nona, escondiéndose ligera entre las cañas, con su vestidito azul y una mano metida en el bolsillo.


Elvio Zanazzi

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